Dra. Ana Belén Jiménez Godoy
Publicado en Revista Speculum Nº O, 2011. ISBN 9788485995349
“Deberíamos hacer del encuentro humano la esencia de la existencia, más que un acortamiento, una reducción o una dispersión de la vida”
Moreno, J (1978)
Psicoterapia de la espontaneidad
Unos largos años de investigación concienzuda sobre las creencias y representaciones culturales desde la Antropología, me bastaron para dar cuenta de lo que sepultaba y empobrecía la realidad y la vivencia de las familias y de los individuos (Jiménez, 2005). Mi andar paralelo por la teoría y mi experiencia en diferentes modelos psicoterapéuticos: la Sistémica, la Bioenergética, la Gestalt y el Psicodrama, no me hacían más que reversar de nuevo la opacidad impresa de la rigidez de las creencias y el camino hacia la salud y el bienestar.
Me uno a las voces de los muchos teóricos humanistas actuales que, con bases epistemológicas parecidas, dan cuenta de que la espontaneidad-creatividad es el problema de la psicología, así como ciertos ordenes rígidos que sellan nuestro vivir e impiden nuestra adaptabilidad ante el sistema. Y es que la espontaneidad es un camino y no una meta, es un catalizador de la experiencia, ya que resulta harto difícil vivir en nuestro tiempo complejo y con el revestimiento de nuestro carácter, con una desnudez absoluta de nuestra capacidad espontánea.
La teoría Moreniana, en este sentido, da cuenta de lo que entiende como la conserva cultural que adquiere el sujeto, la cual está repleta de representaciones, reglas, roles, normas de acción, es decir, de un “yo operativo” que nos guía, pero también que nos entorpece y nos ancla, en ocasiones, en un existir redundante sin posibilidad de trasformación. Las creencias rígidas y el statu quo de las estructuras relacionales reiterativas que se juegan en el vivir, impiden el desarrollo del sujeto y éste resulta ser el objetivo de la psicoterapia. Desde la teoría psicodramática moderna (Población, 1997) el objetivo sigue el curso del abrir puertas a esas estructuras de las que son el soporte de determinadas escenas internas y que vienen a verse condicionadas por las escenas externas del cotidiano vivir
Y es que, no podemos escaparnos de nuestro carácter, ni de las conservas culturales aprendidas que estructuran los mecanismos de defensa de nuestro carácter, pero la consciencia, el contacto, y el desidentificarnos de los roles, escenas rígidas y de la imágen que de nosotros nos hacemos, sí que es posible. Este es el reto de cualquier abordaje psicoterapéutico. Y en relación a esto último, Moreno (1978) lo recalca de forma bien precisa “(…) el psicodrama permite al protagonista construir un puente más allá de los roles que desempeña en su existencia diaria, sobrepasar y trascender la realidad de la vida como la vive, para alcanzar una relación más profunda con la existencia y llegar a la forma más rica de encuentro que se capaz (…)”.
Porque no existe una psicoterapia sin encuentro. En este sentido la espontaneidad resulta ser la membrana del encuentro, del contacto íntimo y amoroso, conduciéndonos a ese reconocernos más allá de la imagen que construimos de nosotros y lo que implica en el ámbito relacional. La espontaneidad es la capacidad del sujeto para dar la respuesta adecuada ante un suceso o bien una nueva respuesta ante un suceso del pasado. Esto mismo no queda lejos del concepto de cambio que aporta la epistemología sistémica; asociando el cambio al crecimiento, a la flexibilidad, a la autenticidad, al darnos cuenta y a ese tener consciencia de la vida.
Pero el encuentro como senda de la psicoterapia no resulta nada novedoso. Numerosas líneas de psicoterapia lo remolcan en su historia como fundamento teórico. El psicodrama clásico también. El encuentro queda anunciado en el preludio del nacimiento y desarrollo del psicodrama Moreniano: el grupo del encuentro vienés, su proyección gráfica en la revista Daimon y la invitación a la creación del sociodrama y la psicoterapia de grupo. Moreno, en su primer libro, ya empieza hacer incapié en el “Aquí y Ahora” del proceso terapéutico y todas las implicaciones personales, sociales y culturales. Introduce de esta manera su convocatoria al encuentro:
“ Un encuentro de dos: ojo a ojo, cara a cara.
Y cuando estés cerca te arrancaré los ojos
Y los colocaré en el lugar de los míos,
Y tú me arrancarás los ojos
Y los colocarás en el lugar de los tuyos,
Entonces te miraré con tus ojos,
Y tú me mirarás con los míos”
El objetivo de los muchos paradigmas psicoterapéuticos apuntan a la creatividad, a la espontaneidad y por tanto al bienestar “cuando el organismo está en equilibrio y la persona dispuesta para el darse cuenta desde el sí mismo de la necesidad que emerja” . Es así como no quedamos lejos del encuentro para una gran mayoría de líneas de psicoterapia. En este sentido, no puedo dejar de referirme al último trabajo de Albert (2009), quien elabora una concienzuda investigación integradora. La teoría de Reich, W, su análisis del carácter y la dinámica energética, la Bioenergética de Lowen, A y de la Teoría gestáltica, resultan el tamiz desde el que construye su teoría y su práctica terapéutica.
Albert (2009), apunta que tanto Reich como Perls consideran que la disposición de la naturaleza del organismo humano es hacia su propia autorregulación, mediante la autosatisfacción y el autoapoyo. Pero hay en este proceso evolutivo una pérdida del contacto con nuestra esencia, perdemos el contacto amoroso con nosotros mismos, nos traicionamos en el proceso de adaptación a nuestro contexto, creando inevitablemente una imagen con la que nos identificamos y de la cual no siempre es del todo adaptativa. Da cuenta así de una pérdida de nuestra esencia espontánea (Impulso Unitario). La invitación del trabajo de Albert (2009) es, ante esta pérdida pérdida de contacto y del sentimiento de seguridad básico, apartar el velo que implica nuestra ceguera para saber acerca de lo que somos realmente, anunciándolo de esta manera: (…) cuando el impulso unitario puede fluir con espontaneidad y sin distorsiones según su propia naturaleza… la persona es consciente de sí misma, está arraigada en la realidad de sí mismo, y puede actuar con espontaneidad y responsabilidad: en este momento saludable, está en el punto cero de indiferencia creativa… en dirección a la vida, hacia el bienestar, la creatividad y la espiritualidad (…)
Las teorías en psicoterapia tampoco están alejadas respecto a la etiología del origen de la neurosis o del displacer humano. Y apunto en este sentido que, tanto Wilhelm Reich, como Jacovo Moreno, fundan su Psicología evolutiva desde la salud, desde un entender de base al sujeto sano. Moreno parte de que el parto es el primer acto espontáneo de la vida del ser humano y que a partir de aquí se va configurando el proceso de readaptación en la amalgama de reglas, normas sociales, rituales y modos vinculares que configurarán la identidad del individuo. En este mismo sentido, la Teoría del Carácter de Reich, parte del impulso de vida, el impulso vital o unitario. Albert (2009) concreta claramente en su análisis ese curso del devenir evolutivo desde la teoría del carácter de Reich, que implica a partir del nacimiento una pérdida de la identidad original ,por la pérdida de la esencia de nuestro propio ser: “(…) desde el nacimiento vamos quedando en un estado de “desenergetización” provocado al tener que inmovilizar parte de nuestra energía original (estasis energética) destinándola defensivamente a estructurar y mantener los mecanismos de defensa, los rasgos del carácter y los síntomas, para mantener y proteger el apego a la imagen con la que nos hemos identificado (…)” . La espontaneidad a la que se refiere el Psicodrama moreniano queda muy cerca de lo que por excitaciones vegetativas se refiere Reich: “(…) son las excitaciones vegetativas la única fuente de energía disponible, tanto para la expresión cómo para la inhibición de las demandas destinadas a establecer el equilibrio del organismo. Las excitaciones vegetativas están en función de satisfacer las necesidades del individuo y constituyen la energía básica del impulso unitario (…)” .
Las dos teorías: la psicodramática y el análisis del carácter, parten de un alejamiento evolutivo de la esencia del individuo, vestido de espontaneidad, así como de tomar una determinada dirección de la psicoterapia; hacia la reestructuración, la recreación del sujeto, hacia un contacto amoroso, hacia la autenticidad, la adaptabilidad y flexibilidad ante el medio y hacia la responsabilidad liberada de oscurecimientos culturales.
La espontaneidad en psicodrama supone un estar arraigado en sí mismo entonces, con lo que consciencia y responsabilidad irían de la mano, resultando el motor del crecimiento y la maduración. El psicodrama invita a la vivencia de una realidad suplementaria, ya que Moreno parte de que existen dimensiones invisibles en la realidad de la vida no expresadas ni experimentadas por completo, por lo que debemos usar operaciones o instrumentos suplementarios para llegar a descubrirlas dentro de nuestros marcos terapéuticos (Moreno, 1978). Es así como la vía privilegiada para facilitar la aparición de la espontaneidad es la técnica del caldeamiento, la cual favorece la aparición de un estado psicobiológico especial en el que nos situamos en un tiempo emocional no cronológico, el momento en el que es posible la acción del factor espontaneidad, en orden al cambio estructural o catarsis del sistema (López, 1997), orientando la intervención a través del proceso caldeamiento-espontaneidad-catarsis.
Conserva cultural y orden establecido
Moreno abre también la brecha de la era de la Psicología relacional ya que su raíz antropológica y evolutiva no se refiere únicamente a lo intrapsíquico. Estamos hablando de un origen evolutivo psico-social y un origen patológico sociocultural y psíquico en relación bidireccional y dialógica. Así que el objetivo del psicodrama y el modus operandis está impregnado de lo relacional y de la acción. Se dirige hacia una restructuración del sistema intrapsíquico y del sistema de relación en el aquí y ahora hic et nunc, movilizando así la rigidez de la “dote cultural” (López, 1997) y promoviendo la adaptabilidad del sistema.
Es así como la conserva cultural resulta ser un orden construido, una invención actuada, vivida, estructurada en representaciones, creencias, roles y formas de actuar que en ocasiones nos atrevemos a naturalizar. Esta construcción es el resultado de decisiones, de intentos de solución sobre tensiones que amenazan un orden que nos permite vislumbrar la realidad y experimentarla como equilibrio. Tenemos miedo a mirar y jugar el mundo sin la identificación con nuestra conserva cultural ya que nos protege. Y es que, en el curso evolutivo en el que se estructuró nuestro carácter resultó ineludible creer para para poder pertecer y creer supone también actuar deacuerdo a unas reglas de pertenencia del grupo.
Pero la espontaneidad y la creatividad no son ajenas a la creación de órdenes. La conserva que hemos integrado en la matriz cultural es el producto terminado resultado de un esfuerzo creativo. El proceso evolutivo resulta de una dialéctica entre la conserva y la espontaneidad, que los estudios de Población y López Barberá (1997) lo asemejan e integran a la epistemología de la Teoría General de Sistemas, en esa tensión adaptativa entre fuerzas morfogenéticas y morfoestáticas propias de los sistemas abiertos. Pero esta suerte de adaptabilidad puede ser inadecuada o adecuada: adecuada, si sirve como soporte del factor de espontaneidad e inadecuada cuando lo bloquea. Población (1997) parte de que aferrarse de un modo rígido a conocimientos previos, creencias, hábitos, rituales, etc, es lo que va constituyéndose en una conserva cultural del niño en crecimiento y en muchas ocasiones condicionan respuestas disfuncionales desiertas de espontaneidad ante circunstancias nuevas, impidiendo la flexibilidad, la apertura creativa y el crecimiento.
En realidad, la conserva cultural está constituida por todo lo aprendido. Resulta inviable vivir sin ella y no menos de la imagen a la que tendemos a identificarnos. Ante esto habría varias cuestiones sobre las que reflexionar: nuestra necesidad de la experiencia de orden o de hacernos con mapas; la epistemología del conocimiento de la realidad; y las consecuencias de un orden patológico o mapas rígidos que delimitan un horizonte en el que resulta imposible percibir sin distorsiones y vivenciar nuevas realidades plenamente.
¿Pero, cuál es el origen de la significatividad del individuo, de su identidad, de su experiencia de ser? Desde la teoría psicodramática quedan encadenadas bajo acciones y representaciones inventadas que delimitan en un hoy modelos de acción en ocasiones inflexibles que impide el crecimiento certero ante la realidad que se vislumbra y experimenta bien compleja.
Ciertos planteamientos epistemológicos, por una suerte de gracia, me han llevado a hurgar en este entresijo de lo que, en principio, resulta ser nada inocente, que en este caso revierte en la estructura y vivencia del individuo. Dichos planteamientos son los que apuntan, por ejemplo, a que la clave del origen de la experiencia de identidad es ese orden cultural de signos establecido. Una solución a una coyuntura social, una construcción ideológica, un cierto estado de equilibrio que determina, al fin y al cabo, una ilusión o antojo de realidad.
Este orden, al fin y al cabo, resulta ser un orden de conceptos vivenciados como naturales: somos productos creyendo producirlos, nos contienen y pensamos contenerlos. Desde aquí, como vemos, para encarar el origen de la identidad, resulta imprescindible apelar a esa propiedad tan característica de la Teoría General de Sistemas, y más concretamente, a la de los sistemas abiertos: el orden, así como el camino hacia ese orden: la aleatoriedad y el desorden.
Lo humano anticipa un orden, entonces, ya que es una de las propiedades que le define como humano. Desde aquí es cómo podemos llegar a entrever nuestra capacidad y necesidad de representar o creer en lo que se ha actuado. Es decir, el cómo tratamos de dar sentido, de poner orden a la multiplicidad amorfa, fantasmagórica y calidoscópica de nuestras vidas (Watzlawick, 1992), teniendo, como he apuntado, la posibilidad de preverla, experimentando nuestras vidas de una forma particular, que, posteriormente, puede ser interpretada como natural. En este sentido, no dejar de tener en cuenta la idea de que: “ (…) el sistema humano es el único para el que le es posible invertir las relaciones que se dan en los sistemas cerrados: puede hacer que el orden preceda al sistema real (…)” (Watzlawick, 1992) . Y me planteo aquí, como el mismo autor introduce en sus reflexiones: ¿Es real lo que consideramos real? ¿Esta relatividad de la realidad tiene consecuencias existenciales imprevisibles?
Cuando me refiero a la idea de anticipar un orden, ese orden establecido que experimentamos como realidad objetiva, estoy hablando de representaciones, creencias, roles y rituales, es decir, el contenido de la conserva cultural. La representación constituye un rasgo central de la vida humana (Goody, 1999), resulta ser un instrumento que nos permite hacer inteligible nuestra experiencia de realidad, organizando, de algún modo, nuestras percepciones, acciones y conductas, como hemos dicho y eso no elimina del escenario las distorsiones cognitivas y emocionales que implican. Las representaciones resultan ser una herramienta o mapa para mirar al mundo, al territorio, pero la idea es que en nuestros conceptos, el mapa no es el territorio, aunque en nuestra experiencia se vivencia ese mapa como el territorio. El problema es que lo representado no es nunca algo originario, algo fuera de nosotros o una realidad objetiva, sino una realidad subjetiva y perceptivamente distorsionada en ocasiones. Es así como el orden natural de la identidad no es nunca independiente de nuestra representación, tomando la forma de hipótesis acerca de las formas de cómo nos organizamos, olvidándonos muchas veces de que funcionan como creencias.
Siguiendo esta línea reflexiva, se me antoja otra pregunta: ¿dónde encontramos el origen del origen de la representación? Volvemos nuevamente al orden, en este caso, a la necesidad de orden, de predecir y anticipar, de lo que Kelly (1955) denomina “necesidad de dar continuidad”, de lo que Jung (1970) apunta como “sed de acontecimientos psíquicos” y de lo que Moreno entiende como “hambre de actos”. Esta necesidad, satisfecha por la categorización y mediatizada por la representación, nos proporcionaría una sensación de continuidad, de linealidad, de permanencia, de seguridad ante el mundo, tesis también compartida por los planteamientos epistemológicos de Watzlawick (1995) para quien los seres humanos, aun poseyendo una estructura variable, curiosamente, tendemos a percibirnos como si tuviéremos una continuidad.
¿Es esto un vender parte de nuestra atención –deformándola- a cambio de una sensación de seguridad? ¿Es esto un dirigir nuestra atención, de acuerdo al capricho de nuestras representaciones, hacia esa realidad que se nos antoja más común a las mismas, y por común, más tendente a no romper ningún orden establecido? O quizá ¿filtramos y estructuramos con el fin de compartir una realidad construida? En este sentido, es en la tesis de Luckman (1973), donde entiendo que puedo también apoyarme, ya que en su planteamiento es común poner el acento de la realidad en aquello que protege la armonía entre las experiencias y un estilo cognitivo culturalizado. De este modo, nuestra vivencia de lo real, pudiendo ser la vivencia de lo biológico, sería la síntesis, permitida por nuestro sistema de categorías, de esa coherencia entre nuestro estilo cognitivo y los datos externos. Esto definiría el ámbito de nuestro mundo que es significativo para nosotros, es decir, lo que determina lo significativo es entonces esa armonía propuesta entre nuestra representación y lo que el mundo ofrece la que sometería a nuestras experiencias, ya que, como Luckman señala; todas nuestras vivencias actuales son modificadas a través de proyectos esbozados anteriormente.
Otro antojo epistemológico que nos llevaría otra vez al orden, o más bien, a la representación de un orden específico, iría en la línea de seguir planteándonos un más allá. ¿Cuál es el origen de esa necesidad de continuidad, equilibrio y certidumbre, de nuestro sistema conceptual que marca lo que debe entrar en nuestra conciencia o no y, por tanto, de lo real o no a nuestro mundo?
Desde aquí, se pueden establecer dos supuestos complementarios. El primero, apoyado en las ideas de Blumenger (2001), iría en la línea de comprender al hombre como un ser que se caracteriza por producir símbolos, por crear redes simbólicas en las cuales descansa, ya que reafirman su identidad, a la vez que le otorga sentido. Esta necesidad de crear símbolos, la explica Hans Blumenger, como una necesidad de tomar distancia respecto al mundo físico, un tomar distancia creando un orden de esa realidad externa. Desde esta postura, el orden establecido es una estrategia del hombre frente al “absolutismo de la realidad”, frente a una realidad que produce angustia y miedo, presentándose ante el mismo, en principio, como fría y extraña. Es un buscar sentido manteniéndose en la distancia, un proporcionar orientación, configurar un espacio de seguridad creando un universo simbólico. De este modo, el hombre crea un cosmos comprensible, cómodo, fiable y previsible. El hombre se entiende entonces como creador de sentido, el hombre ansía sentido. La necesidad de certidumbre se explica por esa necesidad antropológica del hombre de dar sentido, de vivir en una realidad significativa. Albert, en este sentido, da un poquito más de luz, aludiendo: “(…) nuestro miedo más profundo, lo que más tememos es la perdida de la imagen de identificación, temor que nace del hecho de que no tenga identidad real, porque es una mera especulación imaginativa. De la existencia real de esta distorsión cognitiva y emocional que hemos elaborado sobre nosotros mismos, tenemos noticias sensitiva e intuitivamente, lo conocemos, puesto que está arraigado en nuestra memoria de vida, pero no sabemos de él (…)”
En el fondo, en esta búsqueda de un orden establecido que nos porte una sensación de certidumbre, subyace una polaridad, un dualismo característico de nuestra cultura occidental. Y es que el orden y el desorden no son categorías opuestas, quizá sí a nivel abstracto, pero no a nivel de lo concreto, de lo vivido. Son entonces entidades complementarias, y es más, entendiéndolas como entidades que colaboran al crecimiento de un sistema abierto, como lo es el humano, que se juega la subsistencia de su identidad bajo estas coordenadas: orden y desorden.
Es aquí cuando inevitable se me hace dejar un espacio a Prigogine (1994). Y es que venimos hablando de un sistema abierto, de un sistema complejo que es el individuo. Dichos sistemas, apoyándome en la Teoría General de Sistemas, se rigen, como apunté con anterioridad, por fuerzas morfogenéticas, características de sistemas complejos, que capacitan para elaborar y modificar su forma, para al fin y al cabo adaptarse al cambio o a un orden alternativo; y las fuerzas morfoestáticas que impulsan al orden y al mantenimiento de la identidad. En este sentido, decir que, quizá, sea en estas fuerzas morfoestáticas donde podríamos establecer a nuestra necesidad de representar, de categorizar la realidad, donde nuestra identidad se resiste al cambio, donde el nuevo orden no es más que la proyección de otro orden tan simple. Pero son las fuerzas morfogenéticas las que nos impulsan a órdenes más complejos, en las que entran a formar parte el ciclo vital del individuo. Ahora bien, Prigogine nos habla de viabilidad; un sistema que es cambiante, como todos los sistemas abiertos, tiende a estar en estado óptimo, crece en jerarquía y en complejidad. Es aquí donde el individuo se juega la viabilidad, sumergidos en un contexto que reclama complejidad y reestructurar jerarquías. Es aquí donde la persona se juega el crecimiento o la muerte por el no cambio. Necesitamos un orden creativo, pero un orden más complejo, ya que las fuerzas que rigen nuestro mantenimiento no pueden sostenerse en un contexto heterogéneo y cambiante.
El orden entonces necesita un desorden y desorden implica una reconstrucción para reconstruir lo construido, si realmente no deseamos que lo construido amenace la posibilidad de espontaneidad y creatividad de cualquier sistema. Es cierto y necesario que la conserva cultural nos proporciona un orden y la sensación de certidumbre derivada de ese orden. La conserva cultural es sentido y retiene la realidad, ofrece transparencia a lo real, pero también oscuridad. La conserva configura un orden cósmico al hombre y sirve para que tanto el sujeto individual como el grupo social se definan para delimitar nuestras relaciones con los otros, nuestra jerarquía de valores, etc. Pero si esas relaciones comienzan a ser insostenibles, por una desgracia de rigidez, las roles pretéritos y escenas rígidas deben ser sometidas a nuestra consciencia con las herramientas terapéuticas adecuadas.
Si partimos de esto último, es decir, de entender que determinadas representaciones dotadas de un orden rígido poseen unas potencialidades que pueden actuar como mecanismo encubridor, perturbador o tergiversador. Es así porque se entiende desde esta perspectiva que dichas representaciones no es que se opongan a la realidad, sino que realidad y conserva deben estar armónicamente relacionadas. No siendo así, la tarea de deconstrucción y reconstrucción está clara.
El psicodrama moreniano, insisto, parte de que aferrarse a esa conserva cultural impide la espontaneidad, así que la patología de la espontaneidad consiste en la prevalencia de una cultura en conserva que condiciona una reiteración de roles y una pérdida de la espontaneidad, en pro de distorsiones perceptivas de si mismo y de su contexto (intelectuales, emocionales y sensitivas), concluyendo entonces en una pérdida de la satisfacción de nuestras necesidades. De esta manera se crea un relación del sujeto mecanicista y compulsiva ante acontecimientos, ocasionando insatisfación y sufrimiento. La espontaneidad es el motor básico del crecimiento y la maduración de los seres humanos y sus trastornos son la base de la idea moreniana de psicopatología (Población, 1997)
Quizá no tendría que despertar tanto miedo el desorden. Quizá el camino resulte más cómodo si comenzamos desmitificando ese orden, forma o estructura que en ocasiones seguimos con fidelidad . Ya que de la creencia de la oposición de orden y desorden puede derivar una pasión desmesurada por órdenes, verdades unitarias o normalizadoras (Foucault, 1999) que no aseguren un destino alejado de oscuridades. Quizá entrar en una idea de orden más identificada con el pensamiento posmoderno que hoy tiñe las ciencias sociales, nos haga ir más acorde con los cambios vertiginosos que caracteriza a los contexto culturales actuales y el escenario complejo del individuo. Esta idea más enriquecida de orden a la que me refiero tiene que ver con esa reconciliación con el concepto de desorden, como algo creador y no destructivo, como reproductor y recreador, como algo inherente al crecimiento y a la evolución de las mentalidades individuales y sociales.
Remito a ese jugarse la viabilidad que plantea Prigogine (1994), en el sentido de que quizá esta viabilidad empiece por cuestionar o de-construir el origen de la identificación de una idea de nosotros, producto de un actuar obstinado. Y de este modo, aspirar así a una representación y un jugar la vida en la acción de un modo más consciente, más flexible, quizá, más autorregulable en este contexto escurridizo en el que nos desenvolvemos.
Porque en nuestro curso vital quedamos impresos de heridas, nos dañamos y nos vamos perdiendo, pero también nacemos libres para jugar nuestra vida como queramos. Y vuelvo así a recoger las palabras de Moreno en las que muestra a lo que invita el psicodrama: “el psicodrama permite al protagonista construir un puente más allá de los roles que desempeña en su existencia diaria, sobrepasar y trascender la realidad de la vida como la vive, para alcanzar una relación más profunda con al existencia y llegar a la forma más rica de encuentro de la que sea capaz”. Soñar con esta viabilidad, es apostar por el encuentro terapéutico, con la autenticidad, acompañar como terapéutas hacia una reestructuración desde una reinteriorización, aventurarse a la apertura, a la flexibilidad, arriesgarse a promocionar vivencias alternativas, en definitiva, entrar en el reto de una psicoterapia con el sello del encuentro y de la espontaneidad.
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