Después de todo este tiempo de recorrido psicoterapéutico y formativo, nos ha parecido que llega el momento de hacer balance; de dar cuenta sobre nuestra manera de hacer, entender y sentir nuestra práctica. Del por qué hacemos lo que hacemos y de la manera en que lo hacemos; de cuál es nuestro objetivo cuando nos enfrentamos a un paciente, a un ser humano que se dirige a nosotros en busca de respuestas a su sufrimiento.
Partimos de la siguiente premisa: La neurosis no es otra cosa que la repetición mecánica, compulsiva e inconsciente de conductas y actitudes infantiles que, si bien en aquel momento nos sirvieron para adaptarnos al medio en el que nacimos (fundamentalmente a nuestros padres), en la edad adulta nos dificultan una adecuada integración familiar, social y laboral; es decir, el disfrute placentero de la vida, mermando nuestras capacidades para resolver adecuadamente las dificultades que van apareciendo en el transcurso de ella.
Nos hacemos adultos cumpliendo años, pero permanecemos infantiles emocionalmente. Este estado esencialmente implica que quedamos parcialmente incapacitados para relacionarnos de adulto a adulto, para amarnos y amar, así como para recibir el amor que pueda llegarnos de los demás. Dicho estado de inmadurez emocional y cognitiva es resultado de nuestra propia historia.
A este estado de incapacidad, lo llamamos “síndrome de Amor negativo”, que es, a nuestro entender, el mecanismo emocional más paralizante de la humanidad. Dicho síndrome consiste en adoptar las conductas, actitudes, emociones rasgos de nuestros padres, identificándonos con ellos. Estos rasgos que constituirán nuestro carácter, los vamos adoptando desde pequeños, precisamente por amor a nuestros padres, con la esperanza de que nos amen y nos acepten.
Este es uno de los motivos por el cual nosotros le damos una importancia especial a la psicoterapia infantil, ya que nos preocupa especialmente el sufrimiento del niño y por supuesto el de los padres y a veces también el de los maestros que se hacen cargo de él. Desde esta perspectiva nos parece de crucial importancia el diagnostico, el cual nos va a determinar qué le está sucediendo al niño, qué es lo que él nos está queriendo decir con lo que hace, por qué se expresa de esta manera y no de otra. Ya que tras una misma manifestación se esconden muy diferentes problemáticas, tanto internas (problemas orgánicos, conflictos emocionales, fallas en su estructuración psíquica…) como intersubjetivas (del niño con su entorno, con la familia…) que requieren un abordaje diferente; bien desde él o desde la familia. Nosotros no actuamos directamente acallando el síntoma, porque entonces lo que al niño le pasa buscará otras vías de expresión, no sintiéndose éste atendido ni entendido, y aprendiendo con ello que lo que a uno le pasa no es importante, que no merece la pena cuidarse, ni existe el derecho a ser y expresar la propia subjetividad.
Hasta la adolescencia, período en el que los procesos infantiles se reactivan, y las adquisiciones de la primera infancia se replantean para darles un nuevo significado que conformará la personalidad adulta, el niño está en constante cambio y evolución, aprendiendo, madurando física y emocionalmente, estructurando su psiquismo. Los vínculos afectivos que establezca le van a ir ayudando, limitando y conteniendo para que pueda construir un espacio intrapsíquico sólido que permitirá una vida adulta más sana y creativa. Pero esto no siempre es fácil, bien porque él no puede, bien porque los padres no sabemos, ya que tenemos nuestros propios problemas que nos dificultan el ser padres, bien porque la misma sociedad va a un ritmo demasiado vertiginoso sometiendo al niño a unos tiempos y compases más rápidos de lo que su psiquismo puede asimilar. Por eso, pensamos que es muy importante poder intervenir en esta etapa, en un espacio de contención que pueda dar una sólida estructura psíquica y un buen desarrollo psicoemocional que facilite los procesos adolescentes que abren las puertas de la vida.
Pero paradójicamente el resultado de este amor negativo, del que hablábamos antes, es el desamor; el cual se refleja con actitudes negativas, con sentimientos y con conductas neuróticas que se expresan tanto a nivel corporal, como intelectual y emocional. Debido a que estas tres áreas de nuestro ser entran en conflicto unas con otras, no es extraño sentir una cierta sensación de desconexión con una enorme dificultad a la hora de expresar lo que sentimos; precisamente porque o bien quedamos atrapados por nuestro intelecto, con racionalizaciones que tan solo nos llevan a la inhibición emocional; por nuestra emocionabilidad que impide que el intelecto opere objetivamente, o bien nos boicoteamos el propio placer, no teniendo en cuenta lo que nuestro cuerpo nos demanda.
Nosotros consideramos que si hemos aprendido a reaccionar negativamente, también podemos desaprender y volver a aprender nuevas pautas, esta vez favorables, pues cualquier cosa que ha sido adoptada puede ser también des-adoptada, ya que no es innata.
Y para ello tendremos que intervenir bien a nivel intelectual, bien a nivel emocional o bien a nivel corporal; por esto es que en el I.P.E.T.G. intentamos ver la sanación desde la integración de estas tres áreas, usando las herramientas que consideramos más aptas según qué casos: la herramienta psicoanalítica, la herramienta gestáltica y/o la herramienta corporal (desde la bioenergética, o desde el movimiento y expresión corporal).
Desde la bioenergética vemos al ser humano como un organismo cuya naturaleza original es estar abierto a la vida y al amor. Aunque si ésta es su condición, lo cierto es que nace en un estado de inmadurez que implica una fuerte dependencia del medio para poder seguir vivo y para desarrollar sus potencialidades. En este contacto con el medio, el ser humano, inevitablemente encuentra obstáculos durante su desarrollo evolutivo, más tarde también pero no tendrán la misma trascendencia, teniendo que renunciar y/o sustituir algunas de sus necesidades para preservar su orientación original. Esto tendrá efectos en su flujo energético, emocional, cognitivo y relacional; siendo la base de la formación de las defensas.
Estas defensas toman la forma de tensiones crónicas y rasgos de carácter cuyo conjunto configura la coraza muscular a nivel corporal y caracterial a nivel psíquico, ya que desde este punto de vista lo que ocurre en el cuerpo y en la mente no es diferente. Estas corazas reducen la energía libre y la capacidad de vivir con espontaneidad, creatividad, adecuación y placer. Si bien es lo mejor que la persona pudo hacer para vivir con el menor displacer posible, en la actualidad han convertido en patrones fijos de relación tanto consigo mismo como con el mundo, mermando la capacidad de entrega a la vida en un contacto genuino y, siendo fuente de conflicto y displacer.
Así, pensamos que el objetivo de la bioenergética es ayudar a la persona a resolver sus conflictos internos, muchos derivados de esas pautas fijas de relación, porque cada conflicto resuelto, cada brecha en la coraza libera energía que la persona puede dirigir a actividades y modos de relación más directos, satisfactorios y placenteros; es decir acercarse todo lo posible a esa naturaleza primera que en esencia le constituye.
El modo de intervención irá en el sentido escuchar el lenguaje del cuerpo, sin excluir lenguaje verbal, y detectadas las tensiones crónicas y/o interrupciones del flujo energético proponer posiciones bioenergéticas de tensión, relajación y arraigamiento, potenciando la respiración, la atención continua y receptiva y facilitando la descarga y expresión, todo esto dirigido a restablecer la circulación energética y por tanto la vida del cuerpo, de sus emociones y sentimientos. También será importante que la persona pueda relacionar su funcionamiento actual, energético, psicoemocional y relacional, con la historia de su vida.
En esta misma línea de atender al cuerpo como herramienta privilegiada pero dando un enfoque más poético a la hora de abordar el conflicto neurótico, tenemos el movimiento y expresión corporal, desde el que nos vamos a colocar en una actitud abierta de no premeditación de lo que el cuerpo tiene que expresar y nos daremos permiso para entregarnos a lo que venga en el más puro aquí y ahora.
Primero conectamos con el cuerpo y la respiración, a veces con música, otras en silencio. Con la atención fina y sensible al campo de la experiencia, el terapeuta pulsa la energía grupal corporal como se pulsa la cuerda de una guitarra y se escucha con ojo abierto la respuesta de los cuerpos en movimiento.
Desde dicha respuesta del instante, se inicia un dialogo fecundo donde el terapeuta introduce una nueva pregunta… un juego, una danza, un teatrillo que amplifique y de espacio a lo que en el cuerpo grupal esté sucediendo. De esa forma progresa el proceso elaborando todas las sensaciones que van surgiendo y al tiempo se crea un cauce por donde transcurre la experiencia que así toma forma y sentido.
Cuando el terapeuta percibe que el viaje ya está en marcha, se retira dando paso a trabajos guiados desde dentro del grupo por alguno de sus miembros y/o trabajos libres donde cada persona profundiza su proceso experiencia) des-de lo que surge espontáneamente, tanto sensaciones corporales como emociones inconclusas y sus ideas anexas, para que así alcancen el nivel de la conciencia.
En relación a la herramienta gestáltica su característica principal es la utilización de la experiencia en el proceso terapéutico: darme cuenta de lo que hago, lo que siento, lo que digo y cómo lo hago, cómo lo siento, cómo lo digo. No se tratará sólo de comprender, analizar o interpretar acontecimientos, comportamientos o sentimientos, sino más bien de favorecer la toma de conciencia global de nuestra forma de funcionar, para desde ahí poder encontrar maneras más saludables de estar en el mundo.
Por ello, en el proceso se prima: La conciencia (el darse cuenta) de mis actos, de mis emociones y pensamientos, la propia responsabilidad de los procesos en curso y la fe en la sabiduría intrínseca del organismo (la persona total que somos) para autorregularse de forma adecuada con un medio cambiante.
Además, para favorecer la toma de conciencia del “ser” que somos, en la práctica terapéutica se antepondrá:
- La espontaneidad de la persona, al control emocional y comportamental.
- La vivencia de lo que me pasa, a la evitación de lo molesto y doloroso.
- El sentir, a la racionalización.
- La comprensión global de los procesos, a la dicotomía de los aparentes opuestos (como por ejemplo: positivo-negativo; bueno-malo, etc…)
Por otro lado y al mismo tiempo, este abordaje requiere del terapeuta un uso de sí mismo como instrumento (emocional, corporal e intelectual) que trasmita una determinada actitud vital en vez de practicar únicamente una técnica útil contra la neurosis…
Otra de las herramientas que utilizamos es la herramienta psicoanalítica, la cual nos da la oportunidad de hacer una relectura de nuestra propia historia. Desde nuestra experiencia, hemos podido comprobar cómo olvidamos ciertos acontecimientos debido al efecto doloroso, terrorífico o vergonzoso que resulta para las exigencias de la personalidad, ocasionándonos angustia. Este mecanismo defensivo al que desde el psicoanálisis llamamos represión, es la piedra angular sobre la que reposa el psicoanálisis ya que va a engendrar el inconsciente.
Pero la represión no es una operación definitiva en el sentido de que todo lo que se olvida será de, una vez y por todas, presa del inconsciente y allí se quedará. Lo que olvidamos no nos olvida, y desde que se produce la represión se produce necesariamente un retorno de lo reprimido. El sueño, por ejemplo es la primera manifestación de ese retorno de lo reprimido, como también lo es el síntoma, esas dolencias que se expresan mediante el cuerpo, la angustia o las cavilaciones y que nos están anunciando que algo no anda. El síntoma lo podemos entender, desde el psicoanálisis como una formación de compromiso entre el deseo inconsciente, que busca expresarse y una prohibición que se opone a la toma de conciencia de ese deseo.
Al igual que el psicoanálisis, pensamos que el sujeto sostiene el síntoma hasta el momento en que Otro, el psicoanalista, puede escucharle y permitirle decir, de otra forma, con palabras, lo que hasta ese momento no podía decir más que a través de su cuerpo.
No obstante, todo proceso terapéutico no se da sin resistencias, resistencias que no son otra cosa que el miedo al cambio y a la libertad interior; miedo a dejar lo que conocemos aunque no nos vaya muy bien con ello, haciendo bueno el inmovilista refrán de que más vale lo malo conocido…En definitiva, resistencias frente a la maduración y evolución positiva de uno mismo; resistencias que se van a ver reflejadas en los aspectos emocionales e intelectuales aprendidos-programados de nuestra mente, dualidad ésta que ha dominado nuestras vidas y de la que ahora tememos desprendernos.
Si logramos integrar estas diferentes áreas de nuestro ser, conseguiremos romper la necesidad y dependencia psicológica, nos desharemos de nuestras conductas, sentimientos y actitudes negativas y llegaremos a un estado en el que nos sentiremos dignos de ser amados; estado que a nosotros nos gusta llamarlo SALUD, siendo su expresión más evolucionada la espiritualidad creativa.
La espiritualidad la definimos como la energía integradora de nuestro ser, y los atributos primarios adscritos a ella son las habilidades de amar y de ejercer la libre voluntad. De manera errónea, y en el mejor de los casos, se tiende a buscarla de forma incansable, precisamente donde no la perdimos. Esta fuerza a la que se da diferentes nombres en las diferentes épocas y culturas, generalmente se coloca fuera de uno mismo, olvidándonos de que nacimos con ella y que nos perdimos de su contacto a lo largo del camino de nuestras vidas, pero que permanece en el interior de cada uno de nosotros, si bien nublada por el aprendizaje en el Amor Negativo.
Así pues, participamos de la idea de que la espiritualidad reside en nuestro propio ser esencial como energía vital invisible e integradora que, aunque proviene de una fuente creadora única y común a todo ser vivo, precisa ser desarrollada individualmente por cada uno de nosotros para que pueda ser expresada a su vez, es como una fuente creadora de más vida. A esta fuente de energía única y unívoca la consideramos nuestro propio SER ESPIRITUAL. Nuestro ser espiritual se manifiesta libre y espontáneamente cuando alcanzamos un estado armónico con nosotros mismos y con la vida. Dicho estado armónico se da cuando integramos en el presente nuestras funciones emocionales, intelectuales e instintivo-corporales. Es decir, cuando nuestra trinidad se armoniza, surge espontáneamente nuestro ser univoco, universal e indestructible.