Un proceso terapéutico se asemeja a un viaje, donde nos atrevemos a explorar lo que no conocemos.
En un ejercicio de distanciamiento, el viajero se convierte en alguien aferrado a sus raíces, un preso de cadenas invisibles que quiere marcharse y durante un tiempo inventarse una nueva vida. Es un destino distante, desconocido y ahí radica su portentoso atractivo. El equipaje nos proporciona los elementos que necesitamos para llevar a cabo la experiencia.
Para escapar del laberinto de contradicciones en que vivimos, uno parte en busca de lo “milagroso”, sin reconocer que algo nos bloquea. “Darse cuenta” es la antesala de cualquier cambio: es tomar conciencia y es previo a cualquier proceso de transformación.
Sabemos que
el viaje no se hace de forma ininterrumpida. Podemos encontrarnos con una guerra en medio de nuestra existencia, donde tenemos que buscar respuesta a nuestras dudas y preguntas. La voluntad es necesaria para llevar un proceso de cambio hacia delante pero no es suficiente.
Partimos del hecho que el hombre no se conoce así mismo, todo se conoce de una forma superficial, tiene miles de ideas y concepciones falsas sobre todo acerca de si, si algún día quiere adquirir algo nuevo tiene que atreverse arriesgar. Hacer de la desdicha un mar navegable.
Los caminos que hemos recorrido no se pueden cambiar, pero si se pueden usar para elegir de forma diferente un camino que nos devuelva a casa y llenar esa casa interna de contenido.
“Para la libertad sangro, lucho, pervivo,
para la libertad, mis ojos y mis manos…
Porqué soy como el árbol, talado,
que retoño; porqué aun tengo la vida…”
(Miguel Hernández con voz de Serrat)