“¿Y quién no daría la vida por un sueño?” se pregunta Javier Ruibal al compás del piano melancólico de Satie, haciendo casi impensable el sustraerse ante tan rotundo llamado. Y yo me pregunto si dar la vida por un sueño no es acaso una forma aplicada de vivir soñando, y si de esa guisa argumental no se desprende otra opción de que sea la propia vida, como nos dejaron dicho los clásicos, no más que un sueño.
De los clásicos a los posmodernos. De Calderón a Morfeo, revelándole a Neo la cruda realidad que subyace tras el cotidiano programa que creemos estar viviendo, simples sueños para cuerpos letárgicos, miles y miles de pilas humanas de energía bruta para la máquina. Matrix pro nobis.
La ficción, también la científica, es el campo propicio para escenificar estas cuestiones y poder pensarlas. A. I.,Inteligencia Artificial, ese proyecto al alimón entre Kubrick y Spielberg que terminó rodando el último tras la muerte del primero, nos muestra una faceta especialmente interesante. La infatigable peripecia del protagonista, un niño robot casi humano, en busca del Hada Azul, la única capaz de concederle su sueño, llegar a ser un niño de verdad, como el Pinocho del cuento que cada noche le leía antes de dormir su mami querida. Después de múltiples avatares y como de forma azarosa la encuentra sumergida en el mar de los sueños hundidos de Coney Island, hermosa, majestuosa, inalterable y muda, y allí se queda prendido y prendado, tan cerca él, tan distante ella, en una contemplación que se torna eterna. Pero hasta la eternidad, Spielberg ex machina, se transforma con el tiempo, y miles de años después y unas cuantas glaciaciones por medio, en un clima de pastel onírico unos Etés estilizados descubren a la pareja inmóvil e infinita, él, pertinaz anhelante de ella, el hada helada, que al sacarla a la luz se deshace en polvo y nada.
Cambio de escenario. El fantasma y la señora Muir, una joyita de Mankiewicz, deslumbrante y deslumbrada Gene Tierney por un altivo fantasma, Rex Harrison, con el que comparte y llena su soledad de viuda arriscada… amor imposible de la carne y del beso, apenas un roce de pura ausencia omnipresente e íntima con el que construye un mundo propio a espaldas del mundo social… a golpe de años, olas y viento… ¿para qué más?
Son éstas, historias de muy común observación en la clínica…, historias de amor o pasión por un sueño que se revela imposible y que nos ocupa y nos ajena de la vida… ¿real? La realidad y el deseo como siameses incompatibles a menudo se oponen en un forcejeo desesperado. ¿Quién lleva la verdad?… Pero ¡ojo!, ¿acaso no repetimos resabiados que la verdad que nos concierne es la verdad del deseo? ¿Cuál es el secreto de esa pasión ilusa? ¿De dónde procede su fuerza indomeñable? ¿Qué nos empuja a encadenarnos a ese espejismo irrenunciable? ¿Cómo zafarnos de ese vacío estéril? ¿Quién es realmente esa hada helada que nos hace hadictos sin esperanza? ¿Sin esperanza? ¿O más bien adictos a la esperanza? Pues si la esperanza, ya se sabe, es lo último que se pierde… ¿qué esperanza es ésa que no renunciamos perder ahí nos cueste la vida un sueño? Y ya puestos a preguntar, atrevámonos a hacerlo sin ambages… ¿es posible verdaderamente el renunciar?… ¿cómo?
Entre tanto interrogante y tanto punto suspensivo podríamos apuntar que un psicoanálisis es un viaje incierto rumbo a una cierta respuesta al respecto, cada uno la suya, ¡claro! y por supuesto ¡despiertos!, con la venia de Ruibal y de Calderón… y en voz bajita os diré que los que entienden de ello le llaman no sin rijoso misterio… el atravesamiento del fantasma… pero llegados aquí lo que procede es un prudente silencio. Se me cuiden.