El año pasado escribía, en estas mismas paginas, sobre los diferentes aspectos del Sentimiento Básico de Confianza, de su sano desarrollo y arraigamiento, como sustento de una saludable evolución, a lo largo de las diferentes etapas de la maduración infantil. Hoy voy a escribir algo sobre las dos funciones que hacen posible y condicionan su devenir evolutivo: la función madre y la función padre.
Posiblemente llame la atención el que las denominemos “funciones”. Es así puesto que están marcadas por las necesidades del niño en las diferentes etapas de su maduración, y de ambas dependen los cuidados específicos que necesita recibir para progresar sanamente en sus diferentes momentos evolutivos. Es decir, los padres, además de padres, cumplen las funciones de madre y de padre, y ambas funciones tienen unas características propias y diferentes para cada uno. Son funciones también porque, aunque principal e idealmente están desempeñadas por la madre y el padre reales, no son exclusivas de ellos sino que también están en ellas cualquier otras personas de su entorno ya que es la necesidad del niño quien impone sucesivamente la función: demanda lo que él necesita recibir. Lo cual no quiere decir que dichas personas, incluso la madre y el padre, no puedan sustraerse a dicha función, aunque el niño las seguirá percibiendo y necesitando como tales, pero ello ocasionará una disfunción en la armonía de su desarrollo organísmico.
El hecho de que cada una de ambas funciones tome protagonismo en una determinado etapa del crecimiento, no quiere decir que cada una de ellas comience en un momento y acabe en el siguiente. Ambas están presentes e imbricadas como una unidad funcional, la pareja, desde el mismo nacimiento y, probablemente, a lo largo de toda la vida de la persona más allá de la vida física de los padres reales. Sin embargo, en las diferentes etapas por las que transita el devenir madurativo del ser humano, cada una tendrá diferente importancia como ayuda necesaria para la maduración psicoemocional del hijo, estando la otra función también presente aunque en segundo plano. Con mucha frecuencia, las relaciones con la madre o con el padre entran en conflicto precisamente por la dificultad propia de cada uno de ellos para cumplir con su función, porque origina en el hijo confusión en su propia consideración y sentimientos hacía ambos. Con mucha frecuencia también, lo que se hace significativo y da presencia disfuncional a la madre o al padre es, precisamente, su “ausencia” como función.
La relación de una madre con su hijo es muy especial, incluso desde antes de quedar embarazada, puesto que responde a una necesidad básica – ni más ni menos que a la necesidad de conservación de la especie – junto con un sentimiento de anhelo por satisfacerla. Es decir, se experimenta como necesidad y se siente emocionalmente como deseo; deseo del que se disfruta durante todo el embarazo. Ambos, necesidad y deseo, pulsan hasta que se satisfacen tras el trance del parto, cuando la madre obtiene el objeto de su deseo y se siente profunda y plácidamente satisfecha. Esta satisfacción posibilita que la carencia y la falta (necesidad y deseo) puedan dejar paso a la entrega y el amor, y concluya con el desapego del deseo.
Durante el embarazo la madre siente al hijo como suyo, como parte de su propio organismo, y en el parto lo entrega al mundo, pero bajo su cuidado y protección. En éste momento pasa por un proceso de duelo, ya que pierde algo de sí misma. Pero este duelo debe quedar compensado tanto por la imperiosa pulsión de la necesidad y el deseo de parir, cómo por la satisfacción de conocer a su hijo real. A través de este proceso de duelo la madre queda en disposición para la entrega amorosa, porque dicha entrega implica necesariamente el desapego del deseo. Es decir, la renuncia a la posesión del objeto del deseo, el hijo.
Que con frecuencia no ocurra así depende de la madurez psicoemocional de la madre, del contacto que tenga con su propia ternura, de su capacidad de tolerancia e independencia, de la confianza que tenga en su propio sentir como madre, así como del momento de su historia personal en el que queda embarazada y da a luz, momento en el que es determinante la relación de pareja, y que seguirá siéndolo como unidad funcional que es. El que la madre se de cuenta de que sus estados emocionales no dependen de su hijo, sino que éste es el depositario de aquellos, es de trascendental importancia para ambos.
Después de pasar por todo este proceso, que debe iniciarse con la decisión consciente de satisfacer su necesidad–deseo de tener un hijo, y acabar con la renuncia consciente a su posesión, creo que se comprenderá fácilmente que la cualidad más importante de la madre y de la función madre sea su naturaleza tierna. El sentimiento tierno es la base de la relación madre-hijo, y también de la relación hijo-madre. Cuando un niño se siente tratado con ternura, crece en un medio que le hace sentir confiado y no necesita interrumpir el contacto tierno y amoroso consigo mismo. Si se desarrolla desde éste sentimiento básico se relacionará desde la ternura consigo mismo, será capaz de cuidarse y atender a sus necesidades y deseos reales. Y desde este mismo sentimiento se relacionara con los demás, sobre todo con su madre, sin perder el contacto consigo mismo.
La madre, desde el sentimiento de ternura puede completar este proceso saludablemente y abrirse a la entrega necesaria para conocer a “su” hijo y sus necesidades, para cuidarlo, acompañarlo y satisfacer las demandas que responden a las necesidades básicas y reales de su proceso evolutivo, de aquellas sobre las que escribí el año pasado. Así se facilita el desarrollo espontaneo de un contacto tierno y amoroso. No es lo mismo poner límites, necesarios e inevitables, desde la ternura que desde la exigencia, aunque nos mostremos igualmente disgustados. Desde la ternura no se interrumpe el contacto amoroso, desde los sentimientos hostiles si.
Así pues, la madre y, obviamente, la función madre posibilita que se desarrolle y arraigue el impulso tierno en el hijo hacía si mismo, y de ahí hacía la vida, en la medida en que dicha función se cumpla. Este es el pilar básico del desarrollo porque posibilita que el individuo crezca sabiendo de sí, conociéndose sin distorsiones.
La relación del padre con el hijo es de otra naturaleza. Pulsa también la necesidad de la especie y el deseo, pero no los experimenta con la inmediatez sensorial de la madre. Por eso es la madre, la función madre, quien hace deseable al hijo para el padre ( y viceversa, aunque no es éste el caso ni el lugar para escribir sobre ello. Tal vez pal´otro año). Primeramente es a través del deseo de la madre por “su” hijo y del amor por el hijo después, como el padre alcanza a desear y a amar como propio a “su” hijo.
Como el padre no parte de un estado fusional con el hijo, estado del que si parte la madre, no tiene que hacer ningún proceso de duelo, sino de bienvenida y agradecimiento. Por ello está más desapegado y, aunque el sentimiento de ternura puede estar presente desde el primer momento, los sentimientos de entrega y amor se irán desarrollando a medida y del modo en que se relacione con el recién nacido. Es decir, a lo largo de más tiempo. De ahí que la función madre sea necesaria primordialmente.
La renuncia del padre es también de otra índole. El padre deberá renunciar a una parte de la madre, a la parte que ella necesita para atender adecuadamente al hijo, dejando espacio y tiempo suficiente para que ésta relación se dé plenamente. Es más, como durante los tres primeros años, más o menos, lo prioritario y necesario para el niño es la función madre, él la demanda, el padre también esta en dicha función, no sólo apoyando y ayudando a la madre, sino cumpliéndola como tal a través de su contacto tierno con la madre y con el hijo.
Partiendo del desapego inicial, del contacto tierno y del desarrollo del amor y la entrega a lo largo del tiempo en la relación con el hijo, es como el padre se va disponiendo para poder cumplir con la función padre.
La función padre se va haciendo cada vez más importante a partir de los dos años y medio o tres aproximadamente. Dicha función es la que posibilita, prepara, ayuda y acompaña al niño en su necesidad de ir saliendo del estado fusional con la madre para ir individualizándose de ella, adquiriendo cada vez más autonomía. Es decir, propicia el desarrollo y arraigamiento del impulso agresivo del hijo.
Este impulso agresivo nada tiene que ver con la violencia en ningún aspecto, sino con la capacidad de obtener satisfacción para sus necesidades y deseos autónomamente, para ir hacía donde a él le interese ir, para ser independiente en las relaciones con sus diferentes entornos durante las diferentes edades de la vida. Agresión significa capacidad de ir hacía adelante. El contacto distorsionado con la propia agresividad, aboca en la sumisión, en la rebeldía o en la violencia, porque implica miedo vital.
Obviamente, que la función padre ponga los límites adecuados y necesarios desde la comprensión y el apoyo con tolerancia y ternura, desde la renuncia – el desapego — a que el hijo satisfaga los insatisfechos deseos de cualquiera de los dos padres, será diferente y condicionará un desarrollo diferente en el niño, que cuando ésta función se limita a limitar inadecuadamente el espontaneo desarrollo del hijo desde la imposición, la exigencia y la coacción. Incluso desde el miedo, que sólo generarán sumisión o rebeldía, dependencia en ambos casos.
Desde hace mucho tiempo pienso que uno de los mayores errores de los padres es “querer educar” a sus hijos. Lo verdaderamente importante y saludablemente operativo es el testimonio que los padres dan de sí mismos con su presencia, porque los hijos aprenden de lo que ellos mismos sienten, no de lo que se les dice. A los hijos solamente se les ama o no. De ahí deriva todo lo demás: del buen querer, buen vivir.
Como en el caso de la madre, que el padre pueda cumplir con su función de una manera saludable para ambos, dependerá de su madurez psicoemocional, del contacto que mantenga con su propia ternura, de su disposición a la tolerancia, de su capacidad de independencia y de la confianza en su autoridad, no en su autoritarismo, así como del momento de su historia personal en el que esté inmerso y, por supuesto, de la relación de pareja.
La función padre es necesaria porque a partir de esta edad, los dos años y medio aproximadamente, el niño comienza a sentir la necesidad de alejarse de la madre junto con intensa curiosidad por explorar el entorno. Primeramente curiosidad por explorar el entorno más cercano, su propio cuerpo y el cuerpo de las personas cercanas, explorar los entornos de la familia ampliamente considerada, explorar junto a otros niños y, más delante, explorar los mundos exteriores a la familia. Y en estos viajes de exploración necesita estar acompañado por el padre en función de tal, confiando en que la madre estará incondicionalmente para recibirle amorosamente cuando sea necesario, que será.
Para que ésta función pueda cumplirse adecuadamente es imprescindible que la madre, como función madre, inicie un movimiento de retirada con respecto al hijo, facilitando el espacio para que el padre sobre todo, pero también las demás personas del entorno que en este momento estarán en función padre, pueda cumplir su cometido. Es así porque quien tiene el poder afectivo real en la familia es la madre como función madre, y, en su defecto, la persona más tierna del entorno familiar. Aunque el padre sea quien represente el poder en nuestra sociedad patriarcal, éste sólo será afectivamente real si la función madre permite este espacio. Es la madre quién inviste de poder afectivo al padre que, en definitiva, es el que el hijo necesita introyectar para su sano desarrollo.
Como resumen, la función padre, a través de propiciar el sano desarrollo y arraigamiento del impulso agresivo, posibilita y ayuda a que el hijo se socialice con autonomía e independencia, más tarde con libertad, y si es ejercida desde la ternura el niño tampoco interrumpirá el contacto amoroso consigo mismo, aunque tenga que aceptar límites y renuncias, ni con el entorno, sobre todo con el padre. De éste modo posibilita que se establezca una relación con la vida desde la comprensión y la tolerancia, porque se apoyará en la confianza en sí mismo y en su capacidad para tomar de la vida lo que realmente necesite. Este es el otro pilar básico del desarrollo, porque implica capacidad de autonomía, de independencia y de libertad en la relaciones con los demás, incluidos los padres.
De cada una de estas funciones básicas y de la relación dinámica entre ellas, es decir fundamentalmente de la madre y del padre, inmersos en la unidad funcional que es la pareja y la familia, dependerá básicamente que el hijo desarrolle un tipo u otro de carácter, y que éste sea más o menos sano, es decir, más o menos armónico y satisfactorio para él.
Bien. Pero como dice Elena, “los ideales son ideales, pero son ideales”. He expuesto lo utópicamente sano, hoy por hoy en relación con ambas funciones, para un desarrollo saludable del hijo. ( Mañana ya veremos, porque estas relaciones están cambiando mucho y muy rápidamente). Obviamente se que frecuentemente no es así, pero creo que solamente persiguiendo algunas utopías, con los píes bien arraigados en la realidad, podemos contribuir al desarrollo emocional y espiritual de la humanidad. Otros se ocupan de utopías científicas y tecnológicas, y lo van consiguiendo. ¿ Por qué nosotros no?. Si el único límite real es la muerte, es mi deseo, y me agrada, esperarla persiguiendo ésta saludable utopía. ¿Me acompañan?.
De momento es suficiente con que cada madre y cada padre, cada familia, se den cuenta de lo que no hacen a favor del desarrollo armónico de su hijo, aunque parezca que no lo pueden evitar, y que no saben hacerlo de otro modo. Paciencia, ya llegará, no necesariamente ahora. Ahora sólo es importante tomar conciencia de las limitaciones imaginarias que nos impone nuestro propio carácter, y de que éstas limitaciones no son por culpa de nuestros hijos. Ellos sólo son receptores de la historia personal de sus padres.
Cada madre y cada padre desean lo mejor para su hijo, sin duda. Pero esto sólo se puede alcanzar realmente si primeramente cada madre y cada padre conocen y desean lo mejor para ellos mismos, como seres individuales y como pareja. ¿ A ustedes no les parece que aunque sólo fuese esto, en si mismo ya da sentido a una vida?. Ea pues!, estemos agradecidos a lo que se nos ha dado como un espléndido y único regalo.