A través del hecho misterioso de la Encarnación pasamos de una existencia en el nivel de las no manifestaciones fenomenológicas, en el que hay identidad con la Unidad, al nivel de las manifestaciones fenomenológicas aprehensibles por los sentidos. Todo el proceso del devenir evolutivo, a partir del nacimiento, es un tránsito que implicará una pérdida de nuestra identidad original, un oscurecimiento óntico -como lo define Claudio Naranjo- que deviene en una experiencia de vacío esencial por la pérdida del contacto con nuestro origen. Nos distanciamos, pues, de lo más valioso que tenemos: de nuestra identidad esencial y del poder del yo Real.
Intentamos llenar el vacío esencial, en el que quedamos tras esta pérdida de identidad, elaborando una pseudo-identidad a través de identificarnos con la imagen especular en la que nos vemos reflejados, y que recibimos sobre nosotros desde el medio en el que hemos nacido, esencialmente y en primer lugar con la imagen que nos devuelve nuestro medio familiar, nuestros progenitores. El proceso de desarrollo que sigue esta identificación sustitutoria se estructura y cristaliza en el aparato defensivo y relacional que conocemos cómo el carácter.
De la dolorosa travesía por la desconexión de nuestra esencia, permanece la experiencia de vacío, de falsedad y de anhelo por lo perdido, sensación arraigada en la memoria sensitiva, sensorial y emocional de nuestra propia vida individual -aunque no a nivel consciente-, dejándonos en un estado de desasosiego que percibimos como insatisfacción, tristeza e inseguridad. Identificarnos con el carácter es un intento de evitar el contacto con el vacío, la tristeza y el miedo esenciales, así cómo de llenar el anhelo por el estado de identidad que perdimos y del que solamente guardamos, si acaso, memoria intuitiva e inconsciente.
Pero este proceso de identificación defensiva lleva implícito que se establezca el oscurecimiento óntico, el olvido de sí, como la estrategia defensiva energéticamente más económica. Necesariamente tiene que ser así, puesto que no disponemos de energía suficiente para mantener el esfuerzo de permanecer con la atención en nuestro propio ser, y a la vez tratar de evitar el displacer que nos causa la no aceptación de sus manifestaciones espontáneas, consecuencia de la escasa comprensión y tolerancia del medio que nos rodea. Causa de esta distracción de la atención hacia la propia esencia, caemos en la mecanicidad compulsiva del hacer como sentimos que se nos pide que seamos. Condiciones que nos desconectan de nuestra consciencia y nos proporciona falsa sensación de identidad. Sucumbimos en un estado de pereza a la introspección y al desarrollo personal, ya que dicha estrategia entraña la inhibición del fluir del Impulso de Vida, del impulso hacia la búsqueda de sí, de la Voluntad de Ser en definitiva.
Ante la impuesta necesidad de inhibir parte del Impulso de Vida a lo largo del proceso de desarrrollo y maduración, mantenemos dicha estrategia defensiva identificándonos cada vez más con la imagen que percibimos de nosotros, quedando así apegados a ella. Identificación mediante la cual se hace cada vez más profunda la ignorancia sobre nuestro Ser Original, puesto que con ella profundizamos en la desconexión que nos aboca a permanecer en un estado de anhelo, insatisfacción, tristeza y miedo, cuyo origen permanece inconsciente y del que sólo percibimos sus manifestaciones defensivas, sean éstas los rasgos del carácter y su mecanicidad compulsiva o los síntomas clínicos. Con este apego a la imagen, a la vez, tratamos de evitar el contacto emocional con la ansiedad, la angustia y la depresión resultado del vacío existencial en que hemos quedado.
Nuestro miedo más profundo, lo que nos inmoviliza, lo que más tememos todos es la pérdida de la imagen de identificación, precisamente porque no tiene identidad real, porque es una mera especulación imaginativa. De la inexistencia real de esta distorsión cognitiva y emocional que hemos elaborado sobre nosotros mismos, del cuento que nos hemos contado y creído, tenemos noticias sensitiva e intuitivamente, lo conocemos puesto que está arraigado en nuestra memoria de vida, pero no sabemos de él.
El estado de temor y desconfianza esencial en el que vivimos deriva precisamente del miedo inconsciente a que se descubra la falsedad en la que estamos inmersos, puesto que, teniendo noticias de ella, ignoramos cómo es. Así, nos mantenemos en el temor por la ignorancia de su origen y porque, al estar arraigado en la memoria de nuestra experiencia, queda superpuesto al dolor infantil provocado por la pérdida de nuestra identidad; un dolor que esencialmente es de desamor hacía nosotros mismos, atravesado por el dolor del desamor que percibimos de nuestros progenitores y, como consecuencia, por la desconfianza en el mundo que nos recibe.
Nuestros progenitores nos acogen con un amor ya condicionado y escaso en ternura y tolerancia, pero sobretodo nos reciben en un estado de profunda ignorancia acerca de quién es el que nace, y de cuál es su naturaleza esencial. Por su ignorancia, y por la nuestra sobre el propio devenir histórico individual, acabamos desconectados y teniendo miedo de lo único real y, por ello, de lo más valioso del ser humano.
Tenemos miedo de que se descubra la falsedad e inexistencia de nuestra imagen protectora ante un mundo que hemos percibido como hostil. De que se descubra no solamente ante los demás, sino y sobre todo ante nosotros mismos, ya que la falta de hospitalidad amorosa con que nos recibió el mundo en que hemos aterrizado, ha lesionado gravemente nuestro Sentimiento Básico de Seguridad, y nuestra capacidad para relacionarnos amorosamente con nosotros mismos y, por ende, con la propia Vida. No se puede amar lo que se desconoce.
El proceso de socialización implica, pues, que devenimos en seres deficitarios en Amor Esencial por la pérdida del contacto con la esencia de nuestro ser; y deficitarios también en amor humano, puesto que no recibimos la calidad del contacto tierno y amoroso que necesitamos durante el proceso de paternalización. Es precisamente esta falta de aceptación y de contacto tierno y amoroso lo que propicia la inmovilización de la energía que necesitaríamos para mantener la atención en nuestro ser esencial y unívoco. La consecuencia es que a lo largo del proceso de desarrollo, maduración y socialización vamos perdiéndonos de nuestro contacto íntimo amoroso y, por ello, dejamos de reconocernos en nosotros mismos. Será, pues, a través de hacernos conscientes y de reconocernos en nuestra Esencia Original, más allá de la imagen con la estamos identificados, cómo podemos alcanzar la salud y abrirnos a la vida y a la espiritualidad. En definitiva se trata de atravesar el miedo a apartar el velo de la ignorancia sobre quienes somos realmente, para poder recuperar nuestra unidad esencial y, con ella, la armonía en nuestras vidas.