Dra. Ana Belén Jiménez Godoy
Universidad de Murcia
Publicado en Revista de Antropología experimental. Universidad de Jaén. Nº 1 (2001). www. ujaen.es/huesped/rae
El ámbito de la Salud Mental resulta ser un espacio plagado de señas identitarias. En todas las sociedades nos encontramos con sistemas de cuidado y salud específicos que nos ofrecen un amplio campo para investigar acerca de la identidad, acerca de las creencias en torno al género, en torno al ideal de familia, en torno a las funciones maternales, parentales, etc. El proceso etnográfico, o lo que se llama propiamente trabajo de campo, considero que es el método idóneo que brinda la oportunidad de mezclarnos en la vida cotidiana de esas instituciones y acceder a la cultura de esos personajes que acuden a estos sistemas de cuidado. Será en uno de esos sistemas de cuidado donde enmarco este trabajo.
La incursión en una pequeña cultura étnica como la de un sistema de salud específico, resulta ser producto de un proceso lento de enculturación que me guió los pasos hacia el mundo significativo de las nuevas formas de familia. El proceso de asimilación de la cultura de una institución resulta ser una gran aventura en la que se incluye desplegar un plan de trabajo y una metodología concreta, donde, en este caso, el protagonismo se lo llevaba la observación participante en el propio contexto terapéutico, técnica que permite al antropólogo volverse más sensible a la realidad que desea ahondar. Este escenario estaba presidido por las formas particulares y modos en los que la antigua familia se metamorfosea y pone en escena nuevas funciones, nuevos roles, diferentes axiomas para mirar la relación, la maternidad y todo aquello que la familia supone en general. Este escenario complejo se merecía un acercamiento cualitativo que me dejase obtener las respuestas espontáneas y naturales de mis informantes. Fue en ese lugar donde podía percibirse la idiosincrasia de cada familia, sus configuraciones culturales y donde se podía llegar a ahondar en los constructos de esos actores sociales.
La Antropología contemporánea nos dota de métodos y técnicas que contribuyen a la comprensión de esos fenómenos complejos. En concreto, la Etnografía resulta ser un método más que poderoso para comprender la subjetividad de esos actores sociales y sus construcciones respecto a qué es la familia, qué funciones cumplen los roles concretos o sus construcciones culturales en torno al género. La Antropología Aplicada, en este sentido, nos provee de una Etnografía activa, holística e interdisciplinar que nos facilita el camino del desentrañar la lógica interna que sigue a los múltiples escenarios que se nos presenta en un contexto donde la vertiginosidad de los cambios y la alteridad quedan reflejados en sus productos socioculturales y, en nuestro caso, en un espacio como el contexto terapéutico, donde la singularidad de cada informante nos puede desvelar diferentes construcciones culturales.
Este articulo es producto de un estudio más vasto. En concreto, forma parte de una investigación etnográfica cuyo objetivo puede resultar, quizá, pretencioso: descubrir aquellos mitos y representaciones de los diversos modelos familiares y el peso que imponen a la percepción de sus realidades. Y es que, este énfasis impuesto en la realidad de la familia en la actualidad se remonta a un interés tanto social como personal. La realidad a la que me refiero se cifra en esa especia de metamorfosis que la familia de hoy está experimentado y que tanto interesa a la Antropología como a otras disciplinas que se suman a la nuestra, aunque con visiones y posturas que difieren entre si.
De alguna manera, es sabido y vivido por todos el fenómeno social tan extendido como el de las nuevas formas de familia, ese proceso de alteridad tanto estructural como axiológica que manifiesta, pero son menos conocidas las representaciones o mitos que se construyen en torno a la familia en general o en torno a un modelo que suponen ciertas consecuencias en la percepción de sus realidades y vivencias de lo propio. Este va a ser precisamente el tema a abordar pero, quizá, afinando más el objeto, en lo que deseo ahondar en realidad es en ese modelo de género que le sigue al aferrarnos a un mito de familia concreto, algo que, como sacaremos en claro, puede estar ligado, la mayoría de las veces, a un destino nada fácil de asumir.
Este despertar de los nuevos modelos que van configurándose resulta ser una temática que se repite, producto ella de una reconceptualización en torno a la identidad, al ideal personal y a los nuevos modos de organizar la vida en común. Esta divergencia en la forma de estructurar la vida en común no responde a ninguna razón azarosa. Atributos y realidades tales como: los nuevos modos de procreación que derivan de los avances biotecnológicos, la consecuente separación entre sexualidad y descendencia, la diferenciación creciente de las parejas, la democratización de la vida privada, la permeabilidad de estos sistemas, la autonomía e individuación de las parejas, la optatividad sexual, el énfasis en la identidad, la tendencia filiocéntrica, el interés por lo relacional, el carácter psicológico de las relaciones, la preocupación generalizada por la estabilidad afectiva, la característica simetría de las parejas, etc, explican el replanteamiento de lo que se ha entendido como la imagen idealizada o mítica de la antigua familia tradicional o la nuclear, y el consiguiente desarrollo de los diferentes modos de organizarse en común, que no responden precisamente a una familia contemporánea prototípica (Gracia y Musitu, 2001).
Aun así, parece como si estas nuevas formas de familia asumiesen todavía las formas simbólicas de la antigua familia tradicional (Juliano, 1994) y esto viene seguido de determinadas consecuencias. Mi experiencia en el contacto con las nuevas formas de familia también confirma esta hipótesis, y me hizo pensar en lo paradójico que resulta ser protagonistas de la divergencia y empeñarse de un modo insistente e inconsciente, la mayoría de las veces, por cumplir con un modelo de familia, como he apuntado, tradicional, y que, a mi modo de ver, resulta ser un tanto rígido, teniendo en cuenta las particularidades de dichas familias.
Esta reacción de aferrarse a antiguos constructos puede ser causa quizá del despertar del imaginario colectivo ante situaciones cambiantes que provocan cierta sensación de desequilibrio e inseguridad. El vértigo ante lo alterable puede empujar a que recurramos muchas veces a imágenes míticas de un ideal de familia que actúe como abrazo paternalista y asegure la sensación de esa certidumbre perdida. Dicha reacción nos conduce a la función propia del despertar mítico, el cual trata de responder a esas realidades como una herramienta cognitiva que permite economizar nuestra atención y apagar ese pánico suscitado ante situaciones desconocidas. Y es que, el mito responde al sentido, es decir, a esa comunidad de significados compartidos por la familia (Álvarez, 2000). Este sentido impone y otorga significatividad a los hechos, funcionando como arma de categorización que determina lo que se aprecia o prefiere como propio y lo que se desea como ajeno. Los mitos así hacen referencia a aquellos atributos y esquemas para llamar a la realidad, y en este caso a la familia, contribuyendo a la configuración de su identidad y al sentimiento de seguridad consecuente. De este modo, los miembros de la familia responden a sus aconteceres con conductas y respuestas que favorecen o fortalecen dicho mito, haciéndose tan propio y obvio que a veces parece imposible distinguir que es precisamente una creencia, siendo éste uno de los peligros que supone aferrarse a ellos. Otro de los peligros a los que la familia puede quedar sometida por responder a mitos de un ideal de familia, es el hecho de que ésta se identifica con la representación o imagen mental de ella misma, y a dicha identificación le sigue un proceso dinámico, en el que éste funciona como “forma de percatación” (Fromm, 1970) que recopila, selecciona, interpreta, canaliza la información circundante y la vivencia consecuentemente, por lo que la rigidez o flexibilidad de dicho mito, determinará las experiencias ante los cambios que el contexto le brinda.
Como ya he apuntado en párrafos anteriores, el objeto en este artículo se concreta, más que enfatizar en la estructura propia o en el estilo de mítica de las nuevas formas de familia, en tratar de hilvanar esa relación entre el mito que portamos o las creencias que sustentan nuestro suelo mental y que tienden a cumplir un modelo particular, con la consecuencia de identificarnos con ellas y su reflejo en la subjetividad del género.
El ámbito terapéutico así nos ofrecerá el escenario adecuado para atisbar esa transformación en las subjetividades sexuadas que representan las nuevas formas de familia actuales. Las modificaciones en las representaciones de la maternidad y la feminidad se mezclarán en las verbalizaciones de mis informantes, que como advertiré, se manifestarán resistentes a despegarse de esa practica maternal tradicional propiamente narcisista (Meler, 1998)3, colmada, como veremos, de una culpabilidad un tanto complicada.
Mitos maternos, mitos de género
“(…) Yo he vivido en la miseria… trabajo todo el día para que no les falte de nada… les he dado lo más, todo lo que he tenido.. No he tenido nada en mi vida, lo he pasado muy mal y por eso no quiero que lo pasen ellos… con siete años ya estaba trabajando, yo fui una persona que tuve que madurar muy pronto… mi marido dice que la culpa es mía porque le doy todo.. pero además, el padre también es como un niño, cuando hay un problema, no lo afronta… yo estoy sola con mis hijos, he estado sola toda la vida… yo vivo para ellos y cuando les llevo cosas, se las llevo porque les hace ilusión… yo trabajo para que no les falte de nada, siempre voy buscando cosas para ellos… yo voy de prestado… y ahí voy yo, y eso es lo que me da rabia, yo soy blanda de por sí, y mira como me pagan, mira como me pagan… (…)”
Es este argumento algo que, bajo caras diferentes, circunstancias diversas y estilos familiares bien dispares, está interiorizado en numerosas madres. Pero es seguro también que cualquiera que no se dedique a hacer un trabajo de campo se haya enfrentado alguna vez a tipos de argumentos semejantes. Y es que, la introducción a este título no es nada inocente, es una realidad más que cotidiana en el contexto de terapia y fuera de él.
Ha sido repetida así en esta investigación, que como he apuntado se ciñe a un contexto terapéutico, la figura de la madre como paciente identificada, y no solo bajo esta etiqueta, sino en una más específica, bajo la imagen de una madre sacrificada y sus consiguientes historias de autosacrificio. Este hecho hizo que me plantease si en realidad era un mito que también se deseba cumplir y que estaba unido a un ideal de familia concreto. Así que, dejé que estas madres explayaran sus relatos en torno a su sufrimiento y me dejaran ver qué había de creencias y qué de personal, si en realidad había algo personal en esas palabras, entendiendo aquí por personal aquello que no tiene nada de contenido cultural y no la experiencia de lo propio, ya que, lógicamente, la vivencia de estas madres es tan propia, que decirles que no es algo personal les haría entrar en el más grande desconcierto.
En esta escucha detallada que me propuse no solo me encontré con los argumentos de las madres que encarnaban dicha etiqueta, sino también con los de sus hijos, muchas veces orgullosos del sacrificio de sus madres, pero la frase más delatadora de las madres era la siguiente: – “(…) No mire, si es que lo que ocurre es que si uno no se sacrifica por el otro, se vuelve un egoísta, esto es así, esto siempre ha sido así (…) dile, dile cuántas veces me he levantado fatal de la cama y no te he dicho nada, dile cuantas veces (…)”
Las historias de sacrificio suelen suscitar nuestra compasión y la compasión de esas hijas o hijos por esa madre. La cuestión es que, si nuestro interés revierte en el propio sentir, como escribe Marina (2000), habrá que ir tras ese interés que está detrás de ese sentimiento, porque el interés también nos desvela su parte de construcción social. No cabe duda que, tanto el sentimiento compasivo ante estos argumentos, como las narraciones en torno al sacrificio, dejan un rastro de una experiencia sustentada en construcciones o creencias en torno a la maternidad, tanto desde la perspectiva emic de mis informantes, como desde la propia del antropólogo que no se libra muchas veces de los filtros culturales que impiden la objetividad completa (Kottack, 1994). Y es que también me descubrí bajo los argumentos de mi idea previa de maternidad y mis sentimientos consecuentes. La idea secundaria entonces era que, el mero hecho de que precisamente suscitasen en una mayoría compasión, era un signo de que detrás de este sentimiento se hallaban unas creencias.
Estas creencias son las que precisamente crean unas expectativas harto difíciles y muchas veces arriesgadas e incluso condenadas al fracaso en los intentos del género femenino de hoy por responder a ellas. Estas nuevas representantes del género femenino son por una parte el símbolo de la sociedad posmoderna pero, por otro, no dejan de ser esas mujeres que han sido educadas bajo los relatos de unas madres sacrificadas. El fracaso de dichas expectativas crea también una modificación en la percepción de éstas, desencadenando sentimientos de desvalía y culpabilidad. Pero también estas creencias, que ahora pasaré a especificar, parecen ser difíciles de captar para quien se entiende bajo una perspectiva etic y vive, sin embargo, anidado por múltiples experiencias sustentadas en propiedades socioculturales.
Y es que, algunas funciones de la madre han sido asumidas sin reparo como naturales, sin plantearnos si quiera que son funciones fruto de unos relatos sociales derivados de nuestras normas culturales. La madre ha estado enmarcada a lo largo del tiempo en el mundo de lo privado, pero sin desvelar ese mundo realmente privado – su mundo individual- Su destino ha sido siempre la conservación, el cuidado sin reservas. La madre símbololizaba en otras culturas la tierra o el firmamento, símbolos relacionados con la protección, con el abrigo de sus criaturas, con la vigilancia, con la función nutricia, con el rehacer el proceso evolutivo del niño y su desarrollo tanto emocional como cognitivo. La madre en definitiva obtenía como destino al serlo el sacrificio en pro del bienestar de sus hijos, por lo que parece que su vida más bien era vivida a través de la de sus hijos:
M: Ellos están mal (sus dos hijos) yo los veo muy mal y no estoy a gusto hasta que ellos no estén bien…
T: Le vemos muy cansada y también está muy volcada hacia sus hijos. Pensamos que quizá al estar tan volcada en ellos no puede decirnos muy bien que es lo que pasa
M: Bueno, a cada uno en la vida le toca un papel, a mí me ha tocado este. Si yo faltase entonces si que sería la gorda, mi marido es palomita suelta en este tema (…)
La mayoría de las madres que acuden a terapia, en relación a este en pro de los hijos, sufren de lo que se llama “fusión”, una ternura hipertrofiada que además está bien vista y que se enmascara bajo ese sacrificio que tan cuidadosamente bien se refuerza socialmente y que, pocas veces, se reconoce como un esfuerzo. En este sentido es curioso como la madre de la anterior trascripción, después de que la terapeuta le indique que sí, que realmente lleva mucha carga, seguidamente argumenta: “(…) es que mira, mis amigas me dicen; ¡con todo lo que llevas encima chica!, y yo veo que nada, yo solo quiero que estén bien mis hijos(…)” Muchas madres viven a través de sus hijos y se sacrifican por ellos porque su destino siempre ha estado relacionado con esa vinculación emocional y con ciertas notas de vulnerabilidad, una vulnerabilidad que oculta otro mundo, el de ellas. A los hombres, representantes en las sociedades patriarcales de lo público, se les protegía, sin embargo, con argumentos y leyendas protagonizadas por el típico héroe que debía separarse de su familia para crecer y así hacerse invulnerable a una vida íntima, en favor de adquirir una fuerza necesaria para poder reinar (Debold, 1994). Esto se ha sustentado bajo la “creencia de que las emociones no sirven para crecer en el reino de lo público”, y es esto algo que sale a relucir en los argumentos que la mayoría de los hombres ofrecen ante las cuestiones que levantan las mujeres: “son tonterías, eso son cosas suyas, yo no veo ningún problema, ella se empeña en darle vueltas a las cosas…”. Esta cuestión de las emociones ahora se ha retomado en una orientación más bien contraria, ya que las últimas teorías psicológicas apuestan precisamente por las emociones adaptativas y su valor en la vida pública (Goleman, Marina, 1995). Pero la mujer, detrás de su etiqueta vulnerable, apegada y sacrificada, también tenía su reino, y su reino se regía bajo la ley del sufrimiento, que es lo que dotaba de valor en la ética moral que imperaba en otros tiempos, era el valor propio del género femenino que no podía dejar de pasar por ser esa imagen de madre.
La figura de la madre fuerte, luchadora, sigue superviviendo hoy encarnada en las palabras de muchas madres: “yo soy responsable de todo en general. Mi marido me dice; – déjame, haz lo que quieras, son tonterías lo que dices. Mi marido va a su aire. Yo llevo todos los temas de la casa, todo los papeles y el tema de los chicos, él se desentiende. A veces pienso si vale la pena, pero claro, sin mí esta familia qué (…)” Las verbalizaciones nos dejan connotaciones de supervivencia, no de vivencia libre y expansiva. Ellas son la batuta, el soporte, pero cuando tambalea la familia, cuando el desequilibrio en la familia se ejemplifica bajo una dificultad conyugal o bajo la disfunción de un hijo paciente, los argumentos de estas madres surgen sin reparo, y la compasión aparece en la boca de los otros: “pobre madre, no se merece esto”.
Una nota que encajé en este apartado tras la revisión de las entrevistas y las sesiones en terapia fue la respuesta de las madres a la pregunta ¿En quién se apoya entonces usted? ¿Se apoya en alguien? ¿Con quién comparte esa carga?. Las lágrimas son la respuesta habitual ante esta pregunta que corroboran sus argumentos de autosacrificio y que van seguidos de esa compasión que hablaba anteriormente. Es ésta una pregunta por tanto que sirve para confirmar sus argumentos y para dar en el clavo de sus sentimientos, al igual que para reafirmarnos en la generalidad del mito de la madre sacrificada, que sacrifica incluso el compartir esos sentimientos.
La madre ha estado sacrificada en pro de su matrimonio y la maternidad. Es fácil encontrar películas, historias y leyendas que refuerzan de un modo positivo estas historias de sacrificio, e incluso palabras de esas abuelas madres de las madres de hoy:
“ Mi madre, cuando ya nos hicimos novios, pues ya sabes cómo eran las cosas, la educación de las mujeres antes pues era así… me hizo dejar de estudiar y me dijo; nena tienes que ser una buena madre casada, nena, tienes que ser una buena ama de casa, y bueno, ya tuve que hacer otras actividades..”.
Las notas en torno a este tipo de madre nos dejan ver su generosidad desmedida, la entrega sin trabas, la sumisión a los deseos de los otros pero ¿No es esto también prepotencia? ¿No es también impedir dar al otro, creer en el otro, dejar crecer al otro? Y es que detrás de este sacrificio hay otro reino, hay otro poder, otro héroe y también saca a la luz otro sacrificio que no queda reconocido como sacrificio positivo, y es la exclusión del hombre como dador, como donador de afecto y vida personal.
La madre ha estado más que cuidada por los mitos, leyendas y narraciones populares. Si revisamos bibliografía literaria vemos como no ha habido una figura real de madre malvada, únicamente se nos muestra la imagen de una madre no biológica, de la vil madrastra, que es la que simbolizaría realmente a la mala madre. Parece como que la madre benévola, sacrificada por su casa, sus hijos, su marido, con un cariño sin reservas, una madre que traga, que se guarda la pena y la pesadumbre, fuese la imagen segura que aguarda en nuestra idea de maternidad, y más que un ideal, resultase ser una verdad absoluta, incuestionable, natural e instintiva.
Los relatos de autosacrificio dejan entrever un cierto resentimiento y se mezclan paradójicamente con las narraciones que apuntan hacia ese amor desinteresado de las madres hacia sus hijos y de los esfuerzos de éstas, fruto de ese amor desmesurado. Parece como si, seguidamente a la descripción de dicho sacrificio, no se asumiese como tal, sino que fuese un empeño por verbalizar la “creencia de que ese sacrificio es fruto del amor”, es decir, el “mito del amor sacrificado”, y no fruto de una exigencia social, un esfuerzo que pesa y que no se asume con la resignación que parece asumirse.
Este esfuerzo soberano está unido a la “creencia de que todo amor pasa por un sacrificio”, que si se ama se sufrirá y que para amar hay que sacrificarse, entendiendo aquí por sacrificarse la reducción de un espacio para la propia realización personal, a favor del beneficio y la dedicación del otro. Esta creencia en el sacrificio puede haber servido para mantener dentro del hogar a las madres, ya que este acto no estaba rodeado de una connotación de castigo, sino que más bien se abrigaba bajo argumentos que premiaban dicho sacrificio.
Pero los sentimientos contradictorios de las madres de hoy suelen ser habituales. Las expresiones de estas madres delatan una mezcla de amor incondicional con culpabilidad, una especie de mezcla entre orgullo y resignación. En realidad, asumir el sacrificio es asumir el premio, es darse el sí eres la mejor madre, si se parte, claro, de la creencia de ese amor sacrificado. Lo paradójico es el hecho de que lo que se entiende como un amor maternal natural e instintivo, es decir, bajo la natural benevolencia de la madre, se disfraza de repente de una especie de sacrificio que se lleva bien, pero no deja de ser un sacrificio que implica un esfuerzo nada natural.
Este mito de la madre sacrificada puede tener quizá que ver con la “creencia de que la armonía de la casa y el destino de los hijos se debe al esfuerzo de las madres”, que lo mejor para ellos depende de éstas. Desde aquí, partir de un esfuerzo explica el sacrificio consiguiente, pero si no existiese tal esfuerzo ¿Saldrían a la luz los argumentos del mito de la madre sacrificada? Los hombres, en esta tesitura, quedan liberados de esta creencia; la armonía en la casa es un esfuerzo que debe labrarse esa madre y que posteriormente se verbalizará en sacrifico, algo bien premiado socialmente como hemos dicho. El esfuerzo así de las madres se pone en los hijos y en sus destinos, y sea o no un destino certero, el autosacrifico de la madre quedará justificado hasta que no se deje de creer que sus destinos se deben a sus esfuerzos.
“ (…) Yo he hecho por ellos todo lo que ha estao en mi mano, y fíjate… yo siempre he querido que sen gente de bien, que no lo tuvieran tan difícil como yo lo tuve, y fíjate… no tiene vida, ni trabaja, ni estudia, se pasa todo el día durmiendo… yo ya no puedo hacer más, yo he hecho lo que ha estao en mi mano, todo lo que he podido hacer para que no caigan en la calle (…)”
Y es que la madre, la mujer, ha estado más vinculada a la idea de ser cuidadora. Las mujeres en general han sido socializadas en la ética de cuidado, en el altruismo y la generosidad (Alberdi, 2001). De hecho, su destino natural era el de ser cuidadora y su autoestima se valoraba y aún se valora con relación al sentimiento de que uno es parte de la relación, este es el esquema comunitario que lleva el sello de la Psicología femenina (Gilligan, 1982), pero ¿Es esto algo cultura o natural? ¿Debe ser asumido como natural o como discurso social? ¿Es un modo de control social o una elección de vida? ¿Se puede ser crítico ante este destino?
La nueva ideología de género que intenta desvincular el género del rol materno y que apunta a un remarcar el autocrecimiento de la vida personal de la madre, su autoestima y su autorrealización, parece reafirmar más los sentimientos contradictorios. Parece haber un miedo social a ser mala madre, aún no existiendo un modelo de madre malvada, es ésto algo que pesa en las mentalidades de las madres posmodernas:
“ A partir de coger la plaza, la relación con mi marido vi que se había deteriorado, pero decidí seguir en lo del trabajo, decidí seguir, bueno y eso lo superé.. pero eso se supera hasta el momento que ves que afecta a mis hijos… A mí se me ha quedado una espina desde que vi que mi hijo empezó a rechazarme y eso me ha afectado mucho… y no los abandoné, yo no los abandoné… todo esta situación se me ha ido amontonando, se han ido deteriorando las relaciones, todo esto lo llevo dentro, lo llevo aquí dentro… y lo de mi marido se complica, la motivación que yo tengo por pulirme, por conocerme él no la tiene…”
La cuestión, como he apuntado anteriormente, es que el modelo de mala madre no existe, pero lo que sí existe es la realidad del intentar asumir más roles en torno al género femenino que quitan espacio al amplio rol que sustenta el mito de la madre sacrificada del pasado. De este modo, si no nos apartamos de las imágenes de esa madre que anida en el inconsciente colectivo, los errores perceptivos ganan la batalla y la falta de tiempo puede percibirse como abandono, el anhelo por el crecimiento personal se puede vivir como egoísmo y los sentimientos consiguientes pueden tomar la forma de depresión, culpabilidad, impotencia, etc.
“Yo nunca he sido, después de toda esta situación (muerte del marido, de su padre…) de bueno, de esas que dejan a sus hijos de lao. Yo no he pensado en otras cosas, no, siempre he estao pendiente de ellos… pero llevo un peso muy grande dentro y tienen que entender mi situación… llego a casa claro nerviosa del trabajo, hay que entender en la situación en la que estoy, y mi hija encima llego y me canta “no tengo padre, no tengo madre, no tengo a nadie” no me lo merezco, tiene que entender que tengo que trabajar, y mi madre está enferma, no me lo merezco…”
Este miedo a ser mala madre, seguido de la creencia que anteriormente he mencionado, del pensar que el destino de los hijos depende del esfuerzo de las madres, puede quedar reflejado en ese pánico generalizado a que sus hijos desarrollen problemas psicológicos, realidad que no sería más que el símbolo de su fracaso como madres, e idea que puede funcionar como profecía autocumplida: “lo que sí me afectaría es que esto influyera en mis hijos, en que les afectara de algún modo”. La cuestión es ¿Cómo liberarse de tales creencias? Quizá esta liberación deba de pasar primero por un hacer consciente su presencia e influencia en nuestras percepciones y por un retomar posterior el destino de la maternidad.
Y es que hoy las madres se enfrentan a un marco mayor quizá de sacrificio y a una doble culpabilidad. El contenido del sacrificio sigue perviviendo, pero pocas veces pasa la prueba, pocas veces se adapta a los nuevos roles que el género femenino de hoy adquiere, y vuelve a repetirse así con otros contenidos. El sacrificio ahora no solo se reduce a anular los deseos individuales en pro del destino seguro de los hijos. Las madres ahora verbalizan su sacrificio también en orden al trabajo y en orden a la convivencia con su pareja. La cuestión puede ser quizá un mito de oposición de raíz. “La creencia de que el trabajo laboral y el compartir las tareas con el hombre se opone sistemáticamente al cuidado y el cuidado se opone a la vez a la realización personal”. Es decir, caen en lo que entra dentro de la significación de descuidar: a los hijos, a las funciones de madre en general y a las de su pareja en particular. El trabajo de la mujer así llega a percibirse por ellas mismas como algo contrario al cuidado y ligado a la privación de los hijos y a un crecimiento individual de la madre, por lo que, a veces, se verbaliza como egoísmo y se encubre en sus relatos como otro signo de sacrificio por sus hijos, no reconociéndose como fuente de crecimiento personal. Pero también delatan en las verbalizaciones la oposición de raíz, de cuidadora absoluta y realización personal:
“Yo a veces pienso, no sería mejor o más cómodo lo que veo en muchas madres que están tan felices, que se despreocupan de todo y son tan felices ¿no sería más cómodo?. Yo no valgo para eso. Yo creo que a nivel personal lo podrías llevar mejor. Es decir, la casa la llevo bastante bien, el trabajo lo que puedo y a veces más, con mi marido no me llevo mal, a mis hijos cuando dicen mama voy corriendo y estoy ahí, pero no tengo tiempo para mí”
Las madres de hoy no asumen siempre el desear el crecimiento propio a favor de un yo más autorrealizado. La amenaza de la buena madre ahora es asumir más roles que los de una madre cuidadora. Aunque la autorrealización de la mujer hoy se expande a otros ámbitos, todavía sigue en el subconsciente social esa naturalidad y bondad absoluta de la madre y ese deber de cuidar sin reservas a los hijos, algo que se percibe contrario al crecimiento individual.
Los últimos estudios sociológicos sobre la mujer (Alberdi 2001) advierten que la maternidad está dejando de ser un destino femenino para pasar a ser una opción. El que sea una opción elimina esa creencia de amor instantáneo y el miedo a ese amor voluntario, elegido, planificado, que se aleja de la “creencia de que el amor instantáneo es el espontáneo y no premeditado, que el amor planificado roza lo artificial y deshumano”. Una muestra de uno de mis informantes referente a esta opción de la maternidad vendría a decir:
“(…) Nuestro hijo fue buscado, fue premeditado, fue con mucha alegría… yo quería que mi hijo fuese todo lo contrario de cómo era en mi casa, todo lo malo de entonces, separarlo de eso… yo fui el segundo de una gran familia… cada uno tiene un carácter, una forma de ser, mis padres tuvieron la suya, y cada uno coge la vida como se la quiera coger… yo veía a mi madre que decía “otro crío” y la escuchaba y claro me decía mí mismo “pues sí, será por el espíritu santo” claro coño, yo no quiero un crío que venga por casualidad, sino con amor, que venga a este mundo como tiene que venir, lo normal es eso… sí, tienes una educación, pero después ves las circunstancias (…)”
Los estudios acerca de la maternidad reflejan la nueva valoración por parte de las mujeres posmodernas en torno a la maternidad, un objetivo que entra dentro de un proyecto más grande, en el que ahora prima la búsqueda de la identidad que ya no se sustenta únicamente con la identidad de ser madre, sino con una identidad más plástica, más compleja, más amplia y polifacética. En el proyecto de crecimiento personal de la mujer hoy se incluye el ser madre, un ser madre más trascendente y volitivo y en el que se incluye la pareja para tal opción, traduciéndose esto en un ser madre de hijos que son fuente de satisfacción y no de sacrificio.
Pero la cuestión es que estas mujeres posmodernas lo son, pero en ellas pervive todavía la interiorización de esa madre sacrificada, porque todavía no pueden dejar de ser hijas de madres sacrificadas, y esos mitos de la madre sacrificada se actualizan en épocas de crisis, cuando esas madres sobrecargadas de roles, perciben que no llegan a todo, y se plantean quizá que deberían volver a ser madres cuidadoras y sacrificadas por sus hijos. Estas madres, en épocas de crisis, suelen mirar con nostalgia el pasado de la figura de esa madre que tan bien les cuidó y sacrificó su vida, es cuando surgen esos sentimientos de culpabilidad, de su poca capacidad como madre y de su incompetencia, desencadenando otro mito: el “mito de la madre sobrecargada”, mito que se sustenta bajo la creencia de que la madre debe sacrificar su vida laboral por sus hijos, obviando que dicho hecho es una opción por los hijos y no por motivos de crecimiento personal, no pudiendo admitir así que la obligación que se les impone como madres puede ser una asunción no tan bien asumida:
Madre con depresión “ todo esto creo que es por el estrés del trabajo, los hijos… estoy tomando medicación, pero sigo teniendo miedo de volver a trabajar… pero lo que más me agota, es llegar por la tarde y lo de los críos.. hago una vida de supervivencia… a veces me planteo si merece la pena…”
Padre: “Siempre ha estado muy sobrecargada por los hijos…”
Hija: “Si ella está bien, los demás están bien”
M: “Conque todos estén bien, yo estoy bien…”
Es también en la etapa del ciclo vital del adolescente, cuando surgen los argumentos de estas madres sacrificadas y cuando comienzan a verbalizar su resistencia a la separación en forma del constructo del abandono: “ (…) me va a abandonar, me va a dejar sola, es una egoísta sólo quiere sus objetivos, cumplir sus deseos, solo quiere largarse, con lo que yo he hecho por ella(…)” Es cuando, en la mente de los adolescentes, en un intento de despegar, en un intento de diferenciarse, perciben la resistencia de esas madres, y la figura de la madre benévola se vuelve malvada, entrando éstas en un pánico atroz a ser eso; madres malvadas, y justificándose consecuentemente con sus sacrificios:
Madre: “… He hecho por ella lo indecible y mira como me paga… yo sólo quiero que estudie, o no sé, que trabaje, que haga algo, yo lo poquito que sé lo he hecho a saco mata, no quiero que pierda la oportunidad”
P: “…¿No ves lo que le has hecho a tu madre? Con lo que ella ha hecho por ti…
Hija adolescente: “… yo no le debo la vida a mi madre…”
Como he apuntado en el párrafo anterior, es ahora cuando también se expande el sacrificio en las verbalizaciones de sobrecarga en torno al mundo laboral ¿Quedará liberada la mujer alguna vez del peso de la creencia de que debe sacrificar sus esfuerzos por el prójimo? ¿Podrán liberarse de ideales imposibles? ¿Llegarán a asumir que esa obligación de madre no se admite con la naturalidad de ese amor tan desinteresado de la madre? ¿Podrán admitir la impotencia, la frustración, sin recurrir a argumentos que les imponen?
El destino de la maternidad ha de ser, como vemos, revisado, si es que deseamos liberar a esas madres que se quejan por llevar a sus espaldas una gran carga. Es fácil y económico a nivel cognitivo asumir como natural lo que creemos debe hacer una madre, y dejar a un lado el reconocimiento de una asunción de determinadas funciones, pero a costa de qué.
La percepción, después de despojarse de unas lentes que siguen al mito de la madre sacrificada, benevolente, dadora, y de energía sin reservas, puede cambiar considerablemente y permitir que, tanto esas madres como esos hijos profetizados como problemáticos, visionen destinos más optimistas y sanos. Liberarse de la culpabilidad de no cumplir con el mito de un amor maternal natural inmolado, puede dar más peso al amor puesto cada día de sus madres a sus hijos. Liberarse también de la creencia de que la garantía del destino exitoso de los hijos depende de los esfuerzos bondadosos y naturales de autonegación de sus madres, puede dejar paso a una mayor autonomía y diferenciación por parte de las figuras filiales y maternales, pueden disminuir las escenas de esas madres pegadas a los hijos, de esas que se resisten en el ciclo vital del adolescente a que estos se marchen, que se tornan boicotadoras, críticas ante su percepción de abandono. Esto, como he apuntado, ahorra disfunciones tan usuales como esa fusión de la madre al hijo, o la disfunción conyugal encubierta bajo una depresión o bajo el señalamiento de un hijo como paciente identificado. Dejar de suponer que el amor debe pasar necesariamente por el sacrificio del destino personal, puede dejar paso a unas muestras de amor más profundas y realmente queridas, más tendentes al crecimiento óptimo de todos los miembros de la familia. El despojarnos de estos mitos puede ayudar a que esos padres entren también a ser cada vez más partícipes de la vida íntima y contribuir al crecimiento conjunto, dejando atrás los esquemas del héroe sin vínculos afectivos. Olvidarnos de oposiciones del tipo trabajo laboral- descuido de los hijos y del cónyuge, cuidado de los hijos- privación de mundo personal, puede hacer que los sentimientos de culpabilidad disminuyan y que el género femenino se autorrealice lo mejor posible tanto en su trabajo, como en la educación de sus hijos. En definitiva, se apuesta aquí por deshacernos de las rígidas creencias que perpetúan en nuestro subconsciente, no dejando que las nuevas generaciones se agarren a argumentos de los que se llamaban amores verdaderos de las madres. Esta revisión de los constructos puede ayudarnos también a caminar más acordes con las circunstancias presentes, un reto que apunta a un crecimiento más que certero.
Prospectiva y género
Este artículo y el trabajo que subyace debajo de éste ha intentado ser una especie de tarea de deconstrucción, pero para ello hay que ir tras lo que determina lo construido, es decir, tras esas representaciones o creencias que tanto al ideal de familia como al modelo de género le siguen, y que no son ajenas a los discursos sociales. En este sentido, me he propuesto comprobar el peso que las creencias imponen a nuestro estilo de percatación e interpretación de la realidad, así como a la configuración de nuestra identidad y las experiencias que siguen a dichas interpretaciones que dibujan y se dejan dibujar por los contenidos que se entretejen en esa identidad tan nuestra y tan un poco del otro4.
He sugerido, también en esta línea, y sustentado gracias a la lógica descubierta en este trabajo de campo, la pertinencia o no del empeñarnos en llamar rígidamente tanto a la familia, como, en este caso, a la función o sentido de la madre, que la encasilla y la sumerge en un equilibrio y sensación de certidumbre, no siempre acorde con la dinámica de nuestra sociedad, hoy caracterizada por ser sumamente compleja y cambiante. Esta opción es, para algunos, la más segura, la vacuna, quizá, que garantiza el destino de la familia y el del género femenino. Pero se puede optar por coger otros caminos como el de reformular esas realidades que en un principio se entienden en crisis – inserción de la mujer en el mundo laboral y el descuido que en principio se entiende que ponen en los hijos-, es decir, rebajar las categorías y desentrañar, como se ha hecho en esta comunicación, aquello que entendemos como lo cierto o lo creído, aprender qué, exactamente, es un problema, y en lugar de etiquetarlo como tal, sugerir otras lentes por las que mirar las situaciones que, en primera instancia, entendemos y vivenciamos como turbadoras o desconcertantes.
En esta tarea de rebajar las categorías se me ha hecho obvia en este caso una: la madre acusada de patologías o argumentos de sufrimiento. Esta realidad se ha reformulando ahondando en las creencias que sustentan estos argumentos, es decir, bajo el mito de sacrificio de dichas madres. Este mito, como se ha sugerido, despierta en un contexto concreto y deja el rastro de ese conjunto de creencias que se unen al mito de una familia modelo, más tendente a la rigidez de miras, que a la maleabilidad y ductilidad necesarias para aventajarse en una sociedad que reta con continuas mutaciones.
Y es que, el responder a un modelo es un empeño constante en múltiples madres, unas veces transformado en síntoma y otras literalmente verbalizado. El síntoma puede ser resultado de un empeño en soñar, y en este caso, pienso, puede ser muestra de esas madres que vivencian sus experiencias bajo expectativas que las someten a realidades que bien pueden ser otras. También el síntoma puede ser resultado de una intención frustrada por no encajar, o por no adaptarse a un modelo prescrito. Se trata así de una motivación forzada por otro protagonista inconsciente, que a veces desvela su presencia en nuestro lado consciente. El inconsciente social presiona y se entromete queriendo imponer sus propios mitos. Es lo que se llama norma, un deber ser que choca de modo drástico con la realidad y del resultado de su impacto percibimos una crisis que no siempre está donde en principio se percibe. En este sentido, se ha visto como la generalidad del mito de la madre sacrificada, unido al mito de familia modelo, ha ocultado otras vidas – la de los hombres-; ha desarrollado patrones de conducta como la fusión a los hijos, sustentada por la creencia de que el destino de éstos se debe a los sacrificios de estas madres; ha supuesto también el encarnar depresiones mantenidas por la creencia de que el crecimiento personal es opuesto al cuidado de los hijos y a la vida de la pareja… En definitiva, este libertinaje a la hora de hablar de amores maternos ha dejado constancia de la imagen colectiva de la maternidad, del miedo a ser mala madre y de la consecuencia de ese miedo, de la posición hiperreactiva que conlleva y las profecías que llegan a cumplirse.
El enfoque prospectivo me ha servido para redefinir y deconstruir los significados atribuidos a lo que se ha llamado crisis o conflicto o sobrecarga de esas representantes del género femenino. Es así como llegué a la conclusión de que lo que realmente era vulnerable a la farsa y la manipulación no era esa experiencia real de sobrecarga o sacrificio de esas madres que siguen a un modelo de familia, sino la idea o el conocimiento que tenemos de tales, es decir, las subjetividades en torno a la madre. Advertí así que la identidad de estas madres se limitaba a las creencias que seguían a la representación de la maternidad. La identificación así de estas madres, de modo inadvertido, les hacía vivenciar su realidad como propia, es decir, como parte de su identidad, por lo que, no cumplir con esa realidad, era experimentado como ir en contra de una misma. Es así como entendí que, entonces, no resultaba ser tan propio el sentimiento como parecía, ya que era producto, digamos, de la identificación de esas creencias generalizadas en torno a un modelo. De éste modo, identidad, creencia, género y experiencias, en este caso, traducida en una patología o en sentimiento de sufrimiento, quedaban claramente interrelacionados.
Parece así que lo que emerge en nuestra sociedad en realidad no es precisamente la crisis de la madre, sino un modelo dinámico que puede liberarnos del responder a una forma de vida inflexible. De este modo, la madre no desaparece, pero sí parece que el símbolo de ésta – la madre como paciente identificada- debe liberarse de quien le encasilla – el mito de un amor materno sacrificado-. La madre no desaparece entonces, ya que este despertar de la queja resulta ser el símbolo de una vinculación más fuerte, aunque insistan en unirse bajo el conflicto, debido a ese intento frustrado de cumplir con mitos nada globalizadores, nada creativos, nada abiertos: mitos de amores sacrificados, mitos de fusión, mitos de perdón, mitos de insuficiencia, etc. Esto mitos, en definitiva, parece que no apuntan a vivir en un mundo cambiante, en el que se contribuye a que todos tendamos a una mayor diferenciación y a un, por tanto, crecimiento. Se apuesta entonces, y después de este mezclarme en la intimidad de mis informantes, por mitos que resistan el desequilibrio, por mitos que apunten al progreso; mitos para la integración, mitos con aires de tolerancia ante otras formas de vida, mitos plásticos que señalen la configuración de identidades que no sean adhesiones, tributos, cargas, sino diferencias.
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